sábado, 16 de junio de 2007

Me entrevistaron los Pencones

"Solo quisiera ser un buen aprendiz de lo que enseño y un mejor maestro de lo que aprendo".

Artículo aparecido en el blog PENCO, http://www.penco-chile.blogspot.com/

Agradezco desde aquí esa enorme gentileza y dejo constancia del contentamiento que me produce que este blog de memorias, empiece a cristalizar su objetivo de encontrarme con mis pares en el camino de la amistad y las reminiscencias compartidas.





Thursday, June 14, 2007
Pin Puentes: "En Penco Comí Chumilcos y Carne de Ballena"

Bastó un contacto telefónico para concertar una conversación con Enrique Pin Puentes, un coterráneo radicado en Melbourne. A las 13:30 horas nos juntamos en el Food Court, un restaurant muy top, ubicado en la sexta planta del High Point, un centro comercial más concurrido de esa ciudad australiana.

Cuando nos encontramos nos dimos un gran abrazo de saludo y nos dirigimos a una mesa que yo había reservado desde mi hotel. El lugar, algo bullicioso, tenía una excelente vista hacia río Yarra (foto 1). Yo pedí un martini, para empezar, y atún acompañado de papas doradas, como plato fuerte. Enrique se inclinó por un bloody mary, al que agregó un poco de pimienta molida, y de fondo pidió bife con ensaladas. Para beber, un carmenere de Chianti. Es que Enrique tiene buen gusto y para él no hay como los vinos italianos.

En Penco tomábamos puro pipeño de Quillón--, le dije a modo de inicio. Me respondió con una sonora carcajada. Y continué: --No tenía idea que fuiste amigo de Luciano Cruz. ¡Quién no lo vio durante las protestas estudiantiles en Concepción durante los sesenta!--.

-- Todo comenzó con el Partido Radical. (foto 2, Enrique en el restaurant). Yo fui presidente de la JR de Penco. Al mismo tiempo era director scoutivo, bombero, basquebolista del "Federico Carvallo" y atleta del cuadro refinero. También, director de la JR provincial. Fui a 13 convenciones del partido como delegado oficial. Dirigente del Centro de Alumnos del Enrique Molina Garmendia donde me echaron, Presidente del Liceo de Tomé, donde también me echaron y Presidente provincial de los Estudiantes Secundarios de Concepción, FEPRESCO, donde mi contrario en la lista era Luciano Cruz Aguayo, mi compañero de banco y secretario del curso donde yo era el presidente y más tarde fundador del MIR. Claro que lo conocí.

--Enrique, veo que eras bastante dado a la política.

-- Te quiero decir que por mi actividad tenía muchos amigos, pero eran más mis detractores y enemigos declarados, entre ellos el cabeza de ratón Fuentealba, sempiterno candidato a alcalde. Espero que ya hayan canalizado el río Penco, porque ése era su único discurso. El jetón Jara del PANAPO tampoco me quería mucho.

En Penco fui además el primer Presidente del GRUMIX, Grupo Mixto, donde la membresía era estrictamente de quince hombres y quince mujeres. Lo pasábamos re mal. (foto 3: Enrique Pin con su familia durante un paseo) Ahí estaban, el ponchera Fernández, quien era el sostenedor económico del grupo, el Beñe y el Nolly Careaga, el Omar "Pichula" Moreno, el Tito Boeri, el Enrique Barra, el Mario Sanhueza, el Quelo Bustos y todas las minas más bonitas de Penco y alrededores, como mi novia de entonces la Alicia Álvarez de Lirquén, un par de las hermanas Ocampo, la Rosita Careaga, la Shely casada después con Walter Muller…

--Veo también que eres bueno para hablar y que no tienes pelos en la lengua, mi estimado amigo--. Me aprovecho de su entusiasmo y la circunstancia del almuerzo, para pedirle que recordara alguna comidas penconas…

-- Mira, he comido todo lo que es posible recoger en Penco: frutos de boldo, de copihues, de coigües, maqui, pepas de piña de pino, callampas y frutillas silvestres, pencas y cardos. De la mar, pa’qué te digo, desde chumilcos, esos caracoles gigantes que se deban tanto en el Penco de antes, hasta una gran ballena que varó una vez en la playa cerca de Playa Negra y que yo mismo le saqué a medianoche con un machete tremendo bistec que me costó llevar a casa porque iba con cuero y grasa y pesaba unos cuántos kilos.

--Pero, dime algo gastronómico especial que recuerdes…

-- Si tengo que decirte la verdad, lo que más añoro o recuerdo o quisiera comer otra vez, es ese platacho del barrio chino, del negocio de Carlitos Moreno en sus inicios, que los habitúes del negocio bautizamos como consomé de reina, que eran por supuesto cholgas de Lirquén, longanizas ahumadas de Chillán y pollo de corral, de ese con enjundia y que corría suelto por la orilla del mar y los conventillos picoteando lo que hubiera.

--¿Por qué te viniste a este enorme país como es Australia, tan lejos de Chile y de Penco?

-- Un día debí abandonar Penco. Era una cuestión de sobrevivencia. Alguien me quería matar. Además en ese tiempo hacíamos demasiada política. Las elecciones cada cuatro años, de alcaldes, de diputados, parciales de senadores y Presidente de la República nos mantenía, a quienes nos gustaba la chuchoca política, pendientes de las campañas. Eso significaba trasnochadas, tomateras, peleas disputando las paredes a pintar, concentraciones, etc.

--Si bien me cuentas que te echaron de los colegios, ¿cuál fue tu profesión?

-- Imagínate, postulé a varios servicios públicos, con quinto año de humanidades y exámenes pendientes del sexto. Quedé en el Banco del Estado e Investigaciones.
Me presenté al examen en la Escuela de Investigaciones en Santiago. Estando mis padres separados, le metí mano a la recaudación de la matiné de un domingo del Teatro Crav, diciéndole a María, la boletera que me entregara a mí la plata. Mi papá administraba el teatro. Dos días antes de la fecha, tomé mi bolso de gimnasia y los 36 pesos o escudos de la recaudación y así me fui a presentar junto a Juan González Fuica. Juan tenía familia en Santiago. Yo no, así que pasé mi primera noche en el Hotel Albion cerca de la Estación Central en la Alameda.

-- ¿Y qué pasó entonces?.

-- De ahí salí con seis pesos rumbo a la Plaza Ñuñoa durante tres días consecutivos de exámenes, los que pasé sin comer, salvo algún trozo de pan que me convidaron, una malta, recuerdo, en el restaurante Las Lanzas y pare de contar. El último día dormí al lado fuera de la Escuela, arrimado a una mata muy fragante. Por suerte aprobé; se apiadó de mí el Director de la Escuela un hombre a quien respeté mucho por su calidad humana, don Oscar Lennon Salas y me firmó un vale para que viviera en una pensión sin pagar durante tres meses, al cabo de los cuales empezaría a recibir mi primer sueldo. Te imaginarás que la pensión no era muy buena y que todos los días durante tres meses debí caminar cuarenta y dos cuadras, de ida y de vuelta desde Brown Norte en Ñuñoa a la Plaza Brasil. donde estaba la pensión.

--Pero, dime, ¿te recibiste de detective?

--Bueno, me recibí de detective y empecé a estudiar leyes en la U. de Chile en Santiago, con muchos lapsos y postergaciones y congelaciones. Finalmente, aprobé Relaciones Públicas, que nunca ocupé, salvo un par de años, cuando fui jefe de RR.PP. de la Prefectura de Antofagasta.

-- Volvamos a Penco, tú eras del recinto de la refinería y te conocías los cerros como la palma de la mano. ¿Es cierto?

-- Nosotros íbamos frecuentemente hasta el retén Chaimávida a pie y una vez, fuimos con amigos mayores en un grupo de doce o catorce personas hasta Chillán, a un rodeo, donde estuvimos tres días antes de regresar en tren. Nunca fuimos para el lado del pueblo, sino hacia el sur. Primer Agua lo conocí después porque íbamos con mi padre a cazar y a las carreras de caballos a la chilena y a las peleas de gallos. Lo que te puedo decir, es que conocimos cada metro de ese bosque, cazando pajaritos y pequeños animales con nuestras hondas.

(foto 4: junto a leones en un zoo australiano)

--Oye Enrique, el almuerzo se nos pasó volando. Estaba delicioso. Fue increíble recordar a nuestro pueblo común desde un lugar tan remoto, como es Melbourne, Australia.

--Fue un agrado compartir este almuerzo contigo, Nelson, y espero que escribas estos recuerdos y los publiques en el blog que yo siempre leo, al igual que mucha gente.

-- Te garantizo que haré un extracto de todo lo que hablamos, porque los temas que abordamos fueron innumerables, de manera que será una edición…

En la puerta del Food Court nos despedimos con otro abrazo. Enrique Pin Puentes se dirigió a su auto y se alejó, yo me fui caminando a mi hotel cerca del mall High Point, para continuar mi programa de visita a Australia.

sábado, 28 de abril de 2007

El "Cazuela" Renán

Corría el año 1960 y hacía escasos dos días que un terrible sismo seguido de un horroroso tsunami, había asolado un tercio del territorio chileno desde Concepción a Punta Arenas, situación que había interrumpido la vida nacional. No funcionaba el teléfono, el gas, el transporte; las ciudades estaban en ruinas, no había luz y todas las empresas publicas y privadas y los suministros básicos escaseaban. http://www.memoriachilena.cl/mchilena01/temas/index.asp?id_ut=losterremotosenlahistoriadechile(1570-1960)

En esos tiempos era yo un jovenzuelo estudiante secundario que en casa ayudaba a mi padre a la redacción de la revista oficial de la Crav, conocida como El Pan de Azúcar.

Por esa razón ese día, por encargo de mi progenitor, me aventuraba a "bajar" al pueblo a retirar unas fotografías de los destrozos que el terremoto había ocasionado en las instalaciones de la CRAV, en su centro deportivo, cuya fachada se había desmoronado, en el interior del Teatro, donde sus murallas estaban absolutamente resquebrajadas y algunas vigas que sostenían su alta tecchumbre yacían entre las butacas y otros daños en sus diversas instalaciones, tanto al interior de la extensa estructura fabril como en algunos otras instalaciones exteriores y construcciones que la empresa poseía.

De pronto, cuando ya venía de regreso con el portafolio de las fotos, -en blanco y negro desde luego y todavía húmedas por cuanto habían sido reveladas recién, cuando caminaba por una calle cercana a la Plaza de Armas, ocurre una fuerte réplica sísmica, de las varias que había cada día, que me hizo tambalear y aferrarme por ello a la reja metálica, más bien a los barrotes de fierro que protegían los ventanales de una antigua casona, a la espera de la finalización del temblor.

En eso estaba, cuando de pronto me sobresaltó una voz al lado mío, pero al interior de la vivienda que gritaba destempladamente: "échale mierda, sigue mierda, échale terremoto conchas de tu madre"...

Asombrado, miro mejor y veo que aferrado a los mismos barrotes pero por dentro de la pieza de la vivienda, está un muchacho al que conocía "de vista", que respondía al nombre de "El Cazuela", apodo que nunca supe si era porque andaba siempre "fallo al caldo" o porque le gustaba este guiso chileno, que evidentemente sin ningún miedo, pero impedido de salir a la calle o a los patios, como todos prudentemente hacíamos para evitar que nos cayese un ladrillo o una viga encima, aguantaba a pié firme, ahí donde lo sorprendió la réplica del terremoto, desafiando divertidamente la furia natural e imprevisible del fenómeno telúrico.

Esos minutos, con todo lo que significaba, la soledad de una calle donde todo se movía, ese ruido subterráneo aterrador que parece el rugido de una gran bestia que viene de las entrañas de la tierra, el polvo amarillento que flota en el ambiente como si fuera una neblina sucia, los gritos de espanto de niños y mujeres a lo lejos nunca los voy a olvidar.

Allí estábamos pués, el cazuela y yo agarrados a los mismos barrotes, soportando un segundo temblor, esta vez cuasi terremoto, mientras en mis tímpanos seguían resonando los improperios. "Síguele mierda, échale mierda, sigue más fuerte mierda..."

Jamás he olvidado las desafiantes y diría autóctonas expresiones folclóricas de mi amigo Pato Renán, el cazuela, uno de los cantantes más extraordinarios que tuvo el movimiento musical llamado ahora de la nueva ola de los años sesenta.

Con Patricio tengo muchos recuerdos, muchas historias, muchas conversaciones.
Nos encontramos después en varios "malones", que eran las fiestas juveniles de esa época, donde improvisadamente alguien ofrecía su casa y el resto del grupo ese sábado por la tarde llegaba con las vituallas, los refrescos bilz, pap, orange crush, coca-cola, algunas pilseners escondidas entre la ropa y desde luego, vino blanco y varios tarros de durazno picado en conservas para "el ponche".

Otros traían sus discos preferidos, de rock, Bill Halley y sus Cometas, Ricardito, Elvis Presley , Fat Domino , de twist, de cha-cha-cha, y los románticos algo de Frank Sinatra, Dean Martín, Doménico Modugno, Nicola di Vari y desde luego Ray Conniff.

De antes, quizás de los años cincuenta, muchos de los componentes de los grupos formales que amistábamos en el pueblo, que andábamos siempre juntos y con quienes compartíamos pololas, amigos y gustos, éramos aficionados al Jazz. No nos perdíamos Jam Session ni encuentros de bandas que programaba la Universidad de Concepción, donde aún recuerdo a un trompetista llamado Yuyo Rengifo, que nos evocaba a nuestros astros favoritos, Duke Ellington, Luis Amstrong, Tommy Dorsey, Glenn Miller, Benny Goodman, entre otros, muchos de los cuales pasarían en gira por Santiago donde evidentemente los fuimos a ver.

Al Pato Renán también le gustaba esa onda y muchas veces lo hacíamos cantar en las animadas bacanales que de vez en cuando hacíamos en La Posada del Roble o en el Casino Oriente,o al frente en el Club Social, canciones de moda de Sinatra, de Dean Martin, de Sammy Davies Jr. que aplaudíamos a rabiar porque Patricio no solo cantaba bien, sino que ya en esos años, era un showman completo, muy tímido eso sí, sin alardear de artista y quizás poco ambicioso. Lo más seguro es que ni él sabía el potencial que tenía en su voz y en su tremenda personalidad artística.

Un par de veces le he dicho que equivocó el camino. Debió haber explorado su veta de imitador de cantantes famosos donde era extremadamente versátil y fidedigno. Habría sido un balazo. Por eso a veces, con nostalgia busco en la prensa y en la web los sitios donde voy siguiéndole la pista. Uno de estos páginas es http://www.patriciorenan.scd.cl/disco.html

Después, la vida nos juntó en muchos lugares, en la asamblea de la juventud Radical de Penco donde yo era presidente; en el Liceo de Tomé donde fuimos compañeros un par de años, colegio donde fuí candidato a Presidente del Centro de Alumnos y Patricio uno de mis más leales sostenedores. Allí estudiaba también la Chía, Cecilia Pantoja, otro valor de la canción chilena, yo diría la mejor voz femenina de todos los tiempos, todos quienes participamos activamente en el "TESAL", Teatro Experimental del Sexto Año de Letras, donde se gestó el caldo primigenio que entregó a Chile a estos extraordinarios artistas.

Años más tarde, en Santiago, cuando yo era Aspirante a Detective en la Escuela de Investigaciones y Patricio trataba de imponerse en el medio artístico, trabajando en su tiempo libre en el Hotel Carrera, volvimos a compartir muchas horas de amistad, de inquietud por nuestro porvenir, de sueños.

Tal vez unos veinte años atrás, el Pato, su esposa Maritza y sus hijos, María Elena, Verónica y Sebastián, solían visitarme en mi parcela allá en Buin, donde pasábamos largas tardes viendo a los peques disfrutar en la piscina, mientras nosotros nos refrescábamos bajo los sauces llorones, con vinos nuevos y piscolas subidas de grado mientras se cocía "la discada".

Cuando se casó mi hija Loreto, también estuvo presente en la ceremonia y posterior fiesta en la parcela, donde dedicó la canción "Por Amor" a los desposados.

La última vez que nos vimos fue hace doce años atrás cuando me acompañó por dos o tres días seguidos, mientras me despedía de los amigos de Chile que dejaba atrás, luego de mi "separación" matrimonial. En la noche anterior a mi partida le correspondió actuar junto a "Cecilia, La Unica" y el "Rey Dimas", ambos amigos míos, en el entonces afamado"Maxim" de Avenida Matta, deseándonos desde el escenario buen viaje en nuestra aventura australiana junto a mi nueva novia, dedicándonos una de sus interpretaciones.

El Cazuela nunca se olvidó de su amigo en Australia. Una noche cualquiera, tal vez dos o tres de la mañana, en que por coincidencia estábamos aún haciendo sobremesa en mi casa de Melbourne, con mi nueva esposa Elena y otras parejas de amigos chilenos, sonó el teléfono y era el Pato, más bien los dos Patos. Primero se puso al habla Patricio Renán con quienes nos saludamos alborozados y luego se puso al fono Pato Tombolini, amigo que en aquel entonces era Subsecretario de Transportes del gobierno de Ricardo Lagos, antes que le endosaran las acusaciones que le hicieron nacional e internacionalmente conocido y que lo etiquetaran como aceptante de una coima, que estoy cierto nunca fue verdad.

Ahora, después de tantos años, vengo a encontrar a mi viejo amigo, en el blog PENCO de Nelson Palma, http://penco-chile.blogspot.com/ participando como es su estilo, de toda ocasión
donde se rinda homenaje a su tierra que es la mía y buscando unir a las personas, enlazarlas, para caminar por la senda de la camaradería y de la amistad, que debe ser junto a la de cantante, una de sus principales características humanas.

Desde la distancia un abrazo viejo amigo, ya sabes donde encontrarme. Sigo siendo El Pin.

viernes, 27 de abril de 2007

Eureka, tomé contacto con "pencones" de Chile.

Una de las buenas cosas que me han pasado últimamente, es haber descubierto en la Web el blog PENCO, creado por un coterráneo de mi tiempo Nelson Palma, periodista titulado en la Universidad de Concepción que en su tiempo libre borronea páginas excelentes en su espacio http://penco-chile.blogspot.com/ que yo, desde luego tengo incluido en mi blog como uno de mis enlaces favoritos-.

Una de las gracias de esta página web, es que Nelson con un tremendo sentido solidario participa este espacio con otros pencones, sin importar donde estén, que colaboran colocando sus impresiones, conformándose de esta manera una panorámica de visiones referidas a nuestro pueblo espectacular, dado que como se sabe, cada persona valora y evoca un mismo hecho desde su particular punto de vista y tiene elementos de juicio, apreciaciones, añoranzas y afectos que al ser volcados en un escrito revelan facetas que una sola persona no sería capaz de captar.

Eso me gustó mucho, porque existe además un aporte gráfico y vivencial, de fotografías del álbum familiar y de historias y reminiscencias transmitidos de la boca al oído, de nuestros padres, de nuestros abuelos o antiguos amigos, que nunca podríamos conocer si estos colaboradores, que vienen a ser testigos de la historia y desarrollo de Penco, no lo cuentan.

Esto me hace pensar que un día no lejano, si se lo propone, este blog de Nelson constituirá una especie de memoria viva, paralela a la historia oficial, que rescatará acápites inéditos referidos a las costumbres, comedias y tragedias de la vida real, que hicieron reir y llorar a lo menos a una generación de pencones y que al mismo tiempo servirá de fuente informativa a todos quienes mañana se interesen por conocer cómo y cuál fue el aporte positivo o negativo de sus personajes, sus autoridades y susdistintos estamentos, así como los factores sociales que los marcaron, todo ello, bajo el prisma de las cosas simples de la vida cotidiana, que a la postre son las más importantes porque dejan una huella imborrable entre sus actores y quienes tienen contacto con estas acciones meramente humanas que a la postre constituyen la esencia del tejido social que caracteriza a una comunidad.

También el hecho que exista un material ilustrativo paralelo a lo que se pueda comentar, un registro visual, importa mucho para que las futuras generaciones comprendan el proceso de cambios que ha traído la modernidad a nuestras ciudades y las transformaciones que han reemplazado las estructuras que generaron mayor o menor progreso a la zona.

Particularmente quedé absolutamente impresionado al encontrar el retrato de una de las tres locomotoras que hacían el tramo de no más de cuatro cuadras, comprendidas desde el muelle y las bodegas de la refinería de azúcar transportando las materias primas consistentes principalmente en mieles de chancaca y azúcar semi refinada o cruda, de un color amarillento que después fue conocida como azúcar sindicato, porque el personal de la empresa tenía acceso a consumirlo en ese estado y a bajo precio.

Este producto de caña de azúcar, venía especialmente de Cuba y era la materia prima usada para confeccionar el azúcar refinada, en pancitos o granulada que se vendía en cajones de madera y en bolsas de 20 kilos que surtía a todo el país.
Estoy absolutamente seguro, que dificilmente encontraremos en bibliotecas, archivos o manuscritos municipales o regionales, donde se conserva la memoria viva de la historia de nuestros pueblos, tantos detalles y fotografías como estoy encontrando en los aportes a este blog.

Esta magnífica fotografía me hizo recordar una escena habitual y diaria que nos deteníamos a mirar siendo niños y saliendo de la Escuela No. 69, sita a una cuadra del lugar, cuando veíamos pasar este trencito que humeaba y emitía grandes ruidos y pitazos para que la gente, perros y hasta carretelas tiradas por caballos dejaran vía libre, con diez y hasta quince vagones repletos de sacos de esta azúcar cruda proveniente de los barcos, escoltado por ambos lados por veinte o treinta operarios de la CRAV, con el torso descubierto y bañado en sudor, pantalón recogido en el tobillo, ojotas o alpargatas y un trozo de paño de saco de tela blanco enrollado en el cuello, o con una de sus puntas enganchadas en la cabeza cayendo hacia la espalda, que les servía para amortiguar en el hombro y cuello del significativo peso de estos sacos.

Estos operarios trotaban todo este trecho al lado del tren para luego descargarlo en las bodegas y luego irse de nuevo al muelle por otro cargamento. Era admirable el estado físico de estos hombres que corrían todo el día en esta dura faena de carga y descarga, los cuales a veces, se echaban hasta tres sacos al hombro para bajar a paso rápido por un listón de madera desde el puente del barco hasta la trocha del tren.

Lo sé porque de entre sus filas salieron grandes atletas, como Florentino Herrera que ganó varios torneos nacionales e incluso, llevado por mi padre compitió en una maratón en Argentina donde llegó segundo, según mi padre, solo porque aceptó invitaciones la noche anterior, que le impidieron concentrarse debidamente. También cabe mencionar a un tío mío al que recuerdo con gran cariño, Voltaire Jara, Q:E:P:D, el Chony, como le decíamos, que se convirtió en un gran atleta que también se inició en esa pesada labor y que ya cerrada definitivamente la industria, terminó siendo por años, el único empleado de confianza de la Compañía Refinería de Azúcar Viña del Mar en Penco, como Encargado de su custodia y mantención, hasta su muerte.

Igualmente me impactó la foto de Manuel Palma, padre del autor del blog en el antiguo muelle, a quién debo haber conocido unos diez o doce años después de esa vista de 1940, pero al que recuerdo con parecida prestancia a la que luce en la foto, con ese grueso cinturón de cuero que apretaba el pantalón sin pasadores a la cintura, moda usual en esos años, en que mi padre, Eduardo Sandoval, más conocido como el Tigre Sandoval, su compadre Humberto Pantoja, después Alcalde de Penco y otros amigos también la vestían. Puede ser también, que este recuerdo me venga, de fotos y artículos presentados en la revista "Pan de Azúcar", órgano oficial de la CRAV, editada por muchos años por mi padre, sirviéndole yo de secretario y corrector de pruebas.

Hermosa la fotografía del Fuerte La Planchada, como era antes, donde algunos saltábamos desde su altura hasta la arena y otras panorámicas como Playa negra, donde los refineros una vez al año tenían una competencia de tiro al cuervo, en verdad una especie de pato marino, ave muy abundante en el sector; la de la Bahía de Penco, donde se divisa el Restaurante Oriente, creado por Emilio Navarrete (che´Emilio) cuando aún trabajaba en la Crav y era mi Superintendente de la Primera Compañía de Bomberos, donde fui Voluntario y luego Secretario, antes de irme definitivamente a Santiago.

He prestado atención todas las vistas generales y los enfoques a distancia de esos lugares queridos y he podido apreciar que muchos de esos parajes ya no están o han cambiado rotundamente en treinta o cuarenta años como el caso de la Estación de Ferrocarriles, que era un obligado punto de encuentro social y de multitudinaria concurrencia, porque siempre había alguien a quien esperar o recoger, cuya casa anexa era la antigua pensión Newton, refugio de estudiantes y solterones.

La verdad es que he mirado las fotos y leído con avidez cada palabra del blog, porque todo lo que allí se menciona me resulta conocido, visto u olido. Me identifico en los paisajes caminando y recorriéndolos como lo hice por veinte años y si no distingo personalmente a muchos que aparecen en los retratos, algo se de ellos, conozco sus familias y el emplazamiento de sus casas.

A Nelson Palma no lo recuerdo. No se si nos conocimos alguna vez personalmente o coincidimos en la edad de los juegos. Pero estoy dispuesto a recobrar el tiempo pasado brindándole mi amistad virtual, a falta de factibilidad de estrechar su mano frente a frente.

Al que si creo recordar de quienes escriben en el Blog es a Julio Méndez, del que no creo haber sido amigo pero su cara me es sumamente familiar. Probablemente por haberle visto en la farmacia de su padre, don Lucho Méndez, de cuyo establecimiento toda mi familia fue cliente obligada en cada resfrío o enfermedad. Tengo con don Luis una deuda de reconocimiento de mis tiempos de muchacho y que fue, cuando una mañana de domingo, mientras me lustraba los zapatos con los lustrabotas en el puente cerca de la entrada a su establecimiento, un marido celoso, con pistola en mano paró su vehículo cerca del edificio del antiguo seguro social, con la aviesa intención de descargar el arma contra mí.

Visto ésto eché a correr desalado y percatándome que la cortina de la farmacia estaba cerrándose, pasé como un celaje bajo ella encontrándome con un sorprendido don Lucho que me increpó por mi acción. Resoplando de miedo, como pude le conté lo que pasaba y le pedí que me ayudara. Sin contestar palabra salió fuera del establecimiento, no se si a cerrar o a mirar que ocurría y luego regresó, habló por teléfono a mi padre que me vino a buscar y desde luego nunca supe que dijera una palabra del asunto.

Por estas mismas páginas me he enterado de su fallecimiento. Gracias don Luis, otra vez.

Hace poco más de una semana, después de una exhaustiva búsqueda en las páginas blancas identifiqué el teléfono de Julio Méndez en Santiago y esperé hasta que en Chile fuera una hora prudente para llamar, ya que tenemos 14 horas de diferencia contadas hacia atrás aquí en Melbourne. Contacté con Julio y me encontré con la grata sorpresa de su exquisita atención, brindándome todas las respuestas y el ofrecimiento de servir de anfitrión para incorporarme al selecto grupo de pencones que colabora con el blog Penco lo que ha cumplido cabalmente.

Le agradezco a Julio su preocupación. Le agradezco que sea un caballero a carta cabal. Le agradezco su fineza de presentarme al grupo.

Leyendo ayer el blog Penco desde mi enlace, me enteraba que Julio se apresuró a conversar con Nelson poniendo una nota a este respecto en el encabezado. ¡Y Oh alegría,! que otro de los miembros del grupo, que escribe en el blog desde Villarrica en el sur de Chile ,Max Wenger, es el “gringo” Wenger, compañero de escuela y de Liceo y gran amigo de aquellos lejanos días de estudiante. Un abrazo Max, escríbeme por favor. Ya sabes, soy El Pin.

viernes, 6 de abril de 2007

No podía creerlo.., en España existen otros pencones.

Cuando me enteré de esta noticia algo se resquebrajó dentro de mí. Tal vez esa especie de orgullo propio de los humanos de sentirse desencantados al establecer que aquello en que se creía ciegamente no era cierto; sentimiento éste que se agigantaba al trasladarlo a esa pléyade de generaciones de chilenos que desde los albores de la conquista fueron literalmente paridos en Penco, el lugar donde todos lanzamos nuestro primer vagido y derramamos las primeras lágrimas sobre la tierra generosa de esa comarca.

Pero tal vez ni siquiera fue mi orgullo el herido, sino más bien me embargó el despecho al sentirme tardíamente despojado de esa segunda piel en que todos estamos envueltos como depositarios del gentilicio del país o región que nos vió nacer. Es como si le dijeran a un argentino que ya no es más argentino. Y a un judío que se olvide de la Meca.

Porque si uno mira la palabra gentilicio en la página de Wikepedia, dice que si éste es usado como sustantivo, denota a un habitante de un país o ciudad.
Busqué la P en el listado de gentilicios y encontré Penco. Dice literalmente: " Pencón = Aldeanueva de la Vera/Penco (Chile)."

Luego me fuí al Diccionario de la lengua española, que expresa de gentilicio, que es perteneciente o relativo a las gentes y naciones. Y luego busqué en adjetivo gentilicio, donde se explica taxativamente que "es el que denota la procedencia geográfica de las personas o su nacionalidad p. ej: castellano, madrileño, andaluz, peruano, bonaerense".

Me percaté entonces que yo tenía razón. Esta dualidad de pencones en dos países tan distantes, este compartir un gentilicio que lo clasifica a uno como perteneciente a un lugar determinado, era y es desde luego un grave problema yo diría de identidad, tanto para los pencones españoles como para los pencones chilenos.

Para mayor conocimiento, incorporo la lectura que encontré en internet y que me sumió en estas conjeturas y cavilaciones.

ALDEANUEVA DE LA VERA

Historia:

"Existe constancia de la existencia de primitivos poblamientos en esta villa desde la época prerromana. Después de la Reconquista, Aldeanueva perteneció siempre a la jurisdicción de Plasencia hasta 1802, año en el que Carlos IV le otorga el título de villa independiente.

Un dato curioso de la localidad es su peculiar gentilicio “pencón”, como se designa a sus habitantes. Aunque no se sabe con exactitud de donde proviene, los ancianos cuentan que data de la época de Carlos V.

Según dicen, Carlos V venía transportado en un sillón, y de pueblo en pueblo era
llevado a hombros por los vecinos de los distintos municipios por los que pasaba. Al
llegar a Aldeanueva lo llevaron los vecinos hasta Cuacos, donde debían turnarse con
los vecinos de esta localidad. Pero lo llevaron con tanta delicadeza que el Emperador
no sintió durante el recorrido el dolor de la gota, y les pidió que continuaran hasta el Monasterio de Yuste. Al llegar allí les dijo que le pidieran lo que quisieran como muestra de agradecimiento. Quienes lo habían llevado no pedían nada ya que era su Emperador y para ellos era un orgullo transportarlo, pero Carlos V insistió y uno de ellos dijo que se conformaba con un “penco” de vino, que era un recipiente parecido a una jarra). Al Emperador le hizo gracia y cada vez que tenía que referirse a los habitantes de Aldeanueva decía “los del penco”, y de ahí el gentilicio de “pencón”.


Ahora creo que el problema es claro para todos. Hay pencones en Aldeanueva de la Vera por que le cayeron en gracia a un Emperador y en Penco, Chile porque la ciudad fue fundada bajo ese nombre.

Debo confesar que el enterarme de este hecho en las condiciones explicitadas, me exasperó hasta el límite de no poder conciliar el sueño, pero ésto me sirvió para examinar la situción desde diversos ángulos.

Por fin, como ocurre siempre con las grandes ideas o descubrimientos, repentinamente me percaté que esta cuestión tenía una explicación relativamente sencilla. He aquí mi razonamiento.

¿Quién no sabe que una de las lamentables características del pueblo chileno, en especial de las clases más desposeídas, es su afición desmedida a beber?. Puede ser vino, cerveza, licores fuertes, muday, chicha, lo que sea.

Pensando en ello y recordando el trozo de lectura donde el gotoso de Carlos V les dice a quienes lo cargaban en hombros que en agradecimiento pidieran lo que quisieran. Pero éstos no pedían nada ya que era su Emperador y para ellos era un orgullo transportarlo. Carlos V insistió y uno de ellos dijo que se conformaba con un penco de vino, que era un recipiente parecido a una jarra...

Pués bien, ahí se me aclaró todo. Recordé nítidamente a mis coterráneos cuando iban a la cantina, a los bares a los clubes y lo primero que pedían era"un pencazo". ¿Y qué era y sigue siendo un pencazo?, pués un jarro de vino.

¡Y luego me pregunté! ¿Quién podría ser tan patudo, puntudo, descarado o como quiera llamársele para decirle a un Emperador que le ofrece por sus servicios lo que quiera, que se conforma con un penco de vino?.

La respuesta es muy obvia. ¡Nadie; nadie salvo un chileno, más si es pencón!. Máxime cuando es bien sabido que los chilenos tienen fama de ser los más patiperros del mundo y hay constancia que siempre ha habido compatriotas viviendo o trabajando en los lugares más lejanos, inhóspitos y extraños del planeta.

Y todavía más. ¿Acaso uno de los refranes más puntillosamente respetados por los chilenos, siempre tan alejados de otros continentes, en el ombligo del mundo,- aunque algunos dicen que más abajo aún-, no es ese que dice : "Al país que fueres, haz lo que vieres"?.

Entonces es muy claro que este compatriota patiperro que le tocó cargar al Carlos durante dos días por sierras y quebradas estaba que cortaba las huinchas por pegarse un buen pencazo y no desaprovechó la ocasión que le brindó el Emperador, pero no le iba a decir convídeme un pencazo porque éste no lo entendería. Le dijo pués, a la usanza del país, que se conformaba con un penco de vino.

Pero había algo que no encajaba en esta hipótesis para convertirla en una tesis y era la correspondencia en el tiempo. Es decir si a esa altura de 1802 en que Carlos IV le entregó el título de Villa independiente existía Penco como tal. Eso me molestaba, así que empecé a investigar en la historia y hete aquí lo que encontré. También lo transcribo.

Unidad 3: La creación de una nación.Fuente: Edwards, Alberto, La Fronda Aristocrática. Historia Política de Chile, Santiago, 1928. Nota preliminar de Aberto Edwards a la primera edición (1928).

Ojeada sobre la sociedad chilena en 1810.-

"La única población de Chile, digna de llamarse ciudad, era Santiago. Allí está concentrada la riqueza y el movimiento comercial del Reino y sus magnates eran dueños de la mayor parte de las propiedades territoriales de algún valor. Con las grandes familias, los magistrados y altos funcionarios de la colonia, reunía Santiago en su seno casi todo lo que podía significar influencia social, tradiciones de cultura y experiencia administrativa.

Concepción y La Serena eran poco más que aldeas. La primera de estas poblaciones había de ejercer, sin embargo, una cierta influencia en los acontecimientos políticos de los primeros años de la República, sobre todo como metrópoli militar de Chile. La aristocracia burguesa de Santiago no fue ni ha sido nunca guerrera. La reducida y nada opulenta sociedad pencona vivía, por el contrario, en estrecho contacto con los jefes del Ejército, que guardaba las fronteras de Arauco.

O'Higgins, Freire, Prieto, Bulnes, Cruz, los caudillos armados de la Independencia y de la organización de la República, fueron pencones por su nacimiento, o por su origen y vinculaciones sociales. La lucha entre el civilismo y la espada, entre la aristocracia y la dictadura, tomó más de una vez la forma de un duelo entre Santiago y Concepción".

Ahora ya no me quedaron dudas. Todas estas noches he dormido como un angelito y me he despertado contento, porque tengo la certeza personal que sigo siendo el pencón de siempre.

Y claro, no puedo probar mi teoría, ni quiero intranquilizar ni ofender a los pencones españoles, pero en lo profundo de mi pensamiento, allí donde no pueden alcanzarme las recriminaciones ni las leyes creo sinceramente que a pesar de que somos hermanos en el gentilicio, los pencones de Penco son los únicos pencones de verdad.

Ahora estoy leyendo la Araucana, ese portentoso poema épico escrito justamente por un distinguido poeta español don Alonso de Ercilla y Zúñiga.

Alonso de Ercilla pisó las costas chilenas en 1577 acompañando a García Hurtado de Mendoza tocando tierra en la isla Quiriquina, frente a Penco, de donde pasaron a la destruida ciudad de Concepción, hoy Penco, donde se abocaron a construir un fuerte para repeler el ataque de los mapuches, llamados después araucanos.

La Araucana de Ercilla cuenta la epopeya de la conquista de américa y es considerado el mejor existente en lengua castellana, como lo fueron para España El Mío Cid, Francia con La Chanson de Roland o el pueblo germano con Los Nibelungos.

La primera edición apareció en Madrid en 1509, la segunda en 1578 y la tercera en 1589, publicándose finalmente el poema completo en 1590.

Como vemos, estos hechos históricos ocurren aún mucho antes incluso de la ascensión de Carlos V como Emperador de España y ya los pencones eran nombrados como tales en esta epopeya de La Araucana de la que transcribo aquí algunos versos.

Una batalla tuvo aquí sangrienta, donde a punto llegó de ser perdido;

pero Dios le acorrió en aquella afrenta, que en todas las demás le había acorrido:

otros dello darán más larga cuenta, que les está este cargo cometido,

allí fue preso el bárbaro Ainavillo, honor de los pencones y caudillo.

De allí llegó al famoso Biobío el cual divide a Penco del Estado,

que del Nibiquetén, copioso río, y de otros viene al mar acompañado;

de donde con presteza y nuevo brío,

en orden buena y escuadrón formado paso de Andalicán la áspera sierra,

pisando la araucana y fértil tierra.

Chao amigos pencones, de donde sea que vengan y estén.

Ya saben, yo soy de Penco y me dicen El Pin.

viernes, 23 de marzo de 2007

los juegos de mi juventud

Ya he dicho antes que hoy existe un mundo de diferencia entre los juegos que acostumbraban jugar los niños de los años cincuenta a los que están en boga hoy entre los niños de la actual generación.

Me interesa pués señalar con el mayor detalle posible las formas y materiales de los juguetes de aquel entonces, la mayor parte de ellos de tipo artesanal y construidos laboriosamente en casa con ayuda de los padres, primos y hermanos mayores, casi todos con materias primas de uso común que no generaban gastos especiales para los padres. Hacer presente además que varios de ellos no se vendían en los comercios porque no estaban industrializados y otros que sí estaban casi ningún padre obrero o de clase media podía adquirirlo por lo que preferían fabricarlo caseramente.

La experiencia la relato desde el punto de vista de los niños chilenos de la provincia de Concepción. Y lo hago porque en Penco donde vivía, fuí junto a mis amigos de la pandilla del zorro, un asiduo participante de todos estos juegos infantiles y de tradición popular.

CORRER EL NEUMATICO Y EL SUNCHO:
Este juego consistía en hacer rodar un neumático dándole impulso con la mano y corriendo a su lado para irlo direccionando. Era muy divertido hasta que había que detenerlo. No siempre era posible hacerlo con las manos, tanto por la velocidad alcanzada, en el caso de las cuestas, como en los imprevistos; el choque con una piedra o alguna elevación del terreno, lo que hacía que el neumático quedara fuera de control. Lo peor era que chocase con alguna persona o la vidriera de algún negocio.

Lo incómodo, especialmente si era un neumático de camión o de camioneta era volver a casa con él, particularmente si se había recorrido un buen trecho Era fastidioso traerlo rodando porque ya se estaba agotado por el ejercicio y necesariamente para hacerlo rodar había a lo menos que trotar. De lejos uno sabía si un niño iba de regreso a casa porque caminaba a paso lento y llevaba el neumático al hombro.

El Suncho o Zuncho, era una circunsferencia metálica que se conoce como abrazadera que venía con los barriles de madera, muy populares en esa época para trasladar toda clase de líquidos, especialmente vinos. Su función era prensar y mantener unidas las tablas ensambladas de que estaba hecho el barril.

El Suncho tenía el mismo principio de correr el neumático, pero para conducir este gran aro se usaba generalmente una vara de madera, pero era más seguro para un mejor control usar un alambre entrelazado de más o menos un metro de largo. O bien, una varilla de fierro delgado con un gancho en la punta en forma de U, pero en ángulo recto que engarzara el diámetro de la lámina del suncho.

Con este soporte se empujaba el suncho y se podía controlar su velocidad y también pararlo o lograr su cambio de dirección. Eran frecuentes las carreras de sunchos donde por supuesto ganaba el jugador más ágil y rápido, pero el mérito se lo llevaba el suncho y era frecuente escuchar. Fulano de tal tiene un buen suncho.

También era increíble la habilidad que algunos alcanzaban para subir o bajar escaleras, correr en medio de un gentío y atravesar calles y plazoletas sorteando todo tipo de obstáculos, incluso saltar con una técnica de boteado por sobre muretes, setos y grandes piedras.

Este juguete no se prestaba y se guardaba celosamente en algún escondite fuera del alcance de los padres que siempre querían deshacerse de él y se usaba en solitario, cuando uno estaba aburrido o no había juegos colectivos. Tampoco podía usarse de noche o a la hora de la siesta porque el aro de metal corriendo sobre el pavimento producía mucho estruendo y los vecinos reclamaban.

LAS CHALACAS:

Consistían en una tabla ensebada, que podía confeccionarse al gusto de cada cual. Las había redondas, rectangulares o cuadradas. Lo importante era que fuesen de una madera gruesa y curvada. La idea era sentarse encima y mantener las piernas dobladas. Para ese efecto se clavaba un listón que servía de contención donde se ponían los pies. Usualmente tenían un agujero en uno o en ambos costados donde manualmente se introducía un trozo de cañería de metal o madera resistente para provocar ligeros giros a derecha o izquierda y ayudar a detenerla, procedimiento que se completaba con los pies, más bien con los tacos de los zapatos.

Se usaban en las pendientes de los bosques, que estaban tapizadas de hojas de pino y para que corriesen mejor era necesario pasarles repetidamente por el lado que tocaba el suelo cera obtenida de las velas comunes. Había quienes usaban otros aceites o grasas para facilitar su deslizamiento.

Este juego era bastante incierto porque había largas laderas, a veces de casi una cuadra o más de largo que presentaban empinadas pendientes con ligeras curvas. Era muy frecuente que las chalacas, que conseguían mucha velocidad no lograsen obtener la inclinación necesaria para continuar en el carril correcto y la consecuencia era el desbarrancamiento de sus conductores y sus vehículos, con consecuencias que iban desde ligeros rasmillones en manos, rostro y rodillas, hasta esguinces y quebraduras de huesos.

LAS PATINETAS O PATINES:

Antecesoras del Scooter moderno, pero confeccionadas de madera y con ruedas de patín u otras, de diferentes tamaños, que hacían que fuese más o menos veloz, se usaban preferentemente en las avenidas en pendiente. En el caso de Penco, donde las usábamos, zona de cerros y bosques por excelencia las calles en bajada eran numerosas. En el caso de la calle principal de la Refinería de Azúcar (CRAV) había una pendiente con un par de curvas de cerca de dos kilómetros de largo en franca bajada.

Los sábados en la tarde, era un verdadero espectáculo observar como docenas de niños y muchachos de diversas edades bajaban en sus vehículos por esta calle. Algunos venían de muy arriba y otros se iban agregando frente a sus casas, sea en patines tradicionales en ambos pies, patinetas hechizas, bicicletas y viradoras.

Era frecuente que las aceras de esta calle se repletaran de curiosos, casi todos residentes en el sector y familiares de estos muchachos que avivaban a los participantes y celebraban con grandes risas los apuros, choques y caídas que inevitablemente se producían a cada momento.

Dado lo largo de este recorrido y lo empinado de la pendiente era muy facil desarrollar una velocidad media de cincuenta kilómetros hora, lo que hacía extremadamente peligrosa esta cuesta resultando muchos de nosotros lesionados y hasta fuimos testigos de un desgraciado accidente donde resultó muerto uno de nuestros amigos de apellido Stowhas, hijo de Ema Stowhas.

El gran obstáculo era que viniera un auto o peor aún un camión en sentido contrario. Eso hacía que forzosamente todos los corredores tratasen de detener sus vehículos, a veces con resultados desastrosos.

LAS VIRADORAS:

Las viradoras eran en principio cajones azucareros de madera, a los que se les ponía ejes y ruedas (dos ejes y cuatro ruedas) , más una pértiga de un metro de largo, como los carretones de caballo, donde en su punta se atravesaba otro palo en cruz con una o dos pequeñas ruedas. Este carromato pequeño, usaba además para hacerlo más práctico unos tiradores de cordel o alambre parecidos a las riendas, amarrados a la cruz, que tirándolos con las manos, sea a izquierda o derecha, permitían doblar y hacer maniobras.

Los había de diversos tamaños y con sistemas rudimentarios de frenos. Unos eran solo tablas lisas, tipo chalacas y otros tenían protección por los lados o barandas.

En los volcamientos, estos vehículos de ruedas eran los más perjudicados porque su armazón casi siempre resultaba dañada o totalmente destrozada y era común ver a un compañero con los restos de la viradora en sus brazos y llorando a gritos por la pérdida de su juguete, pero más bien, pensando en la reprimenda sino paliza que le daría su padre en casa, ya que a todos se nos tenía prohibido participar en estas carreras.

viernes, 16 de marzo de 2007

Solo quisiera ser un buen aprendiz de lo que enseño y un mejor maestro de lo que aprendo.

lunes, 26 de febrero de 2007

Fuí felíz a los diez años

Ahora que el atardecer de mi vida me permite reflexionar más sobre mi mismo quizás por efecto de maravillarme de seguir vivo, teniendo - como he sabido últimamente-, tantos condiscípulos y amigos de juventud que han dejado esta tierra, me ha dado por recordar cosas que creía sepultadas para siempre, poco importantes tal vez o que en su momento no me parecieron relevantes. También recuerdo a mi padre, ya muerto, inevitablemente ligado a todas éstas reminiscencias al que ahora vengo a entender mucho mejor de lo que lo hice cuando aún estaba con vida.

FOTO DE MI PADRE DE JOVEN. LA UNICA QUE CONSERVO.

En estas reflexiones la pregunta que me asalta es, ¿qué consideraba yo importante en ese tiempo?. Pienso que fueron los sucesos, el resúmen de las cosas rutinarias que me gustaban o me desagradaban. El ir de compras a la pulpería con mi madre, donde yo sacaba disimuladamente dos o tres huesillos de los sacos rotos por donde asomaban tentadores, los correazos de mi padre cuando llegaba ebrio en las noches, la mala nota de la prueba de aritmética, los trozos de charqui de caballo que subrepticiamente sacaba de la despensa , el permiso para andar en bicicleta, para elevar mi volantín chupete, en fin las cosas sobresalientes del día a día.

Bien, ahora que ya no soy un muchacho ni mucho menos, mis reflexiones me han llevado a fijar y recordar en detalle aquellas vivencias. Me acuerdo nítidamente de los hitos que me marcaron como niño en mi relación parental, escolar, sentimental o fraternal, pero ahora también acuden a mi mente retazos de conversaciones triviales, con el Willy por ejemplo, cuando sentados en la acera opinábamos sobre boxeo, ya que su padre una década atrás había sido un cotizado deportista, campeón de algo, el famoso Peneca Rivera. Digo ésto porque el Willy me mostró los recortes que su padre atesoraba prolijamente archivados en un maletín en el entretecho de su casa, que como todas las viviendas de la calle Max Grissar, era aprovechado como desván.

Al igual que en mi casa, la familia Rivera accedía al lugar por una abertura en el cielo raso del baño, donde se colgaba una escala de mano. Si alguien retiraba la escalera no había forma de bajar. De ahí que este estrecho y largo cuartucho, generalmente emparedado con planchas de madera terciada para que no resultara tan inhóspito y que se prolongaba a lo largo de toda la vivienda, fuera muy usado para los castigos, además de servir para guardar los trastos.

Allí me confinaban mis padres cuando cometía diabluras y todos mis amigos compartían esta misma experiencia en sus casas. Si no era allí, era en la temida carbonera, pieza hechiza al fondo del patio generalmente anexa al gallinero, donde se guardaban los sacos de carbón de piedra y la madera de eucalipto para la chimenea y la cocina a leña.

En esos tiempos, todas las casas tenían una gran cocina de fierro forjado que funcionaba en base a fuego. Se prendía con madera y sobre los trozos incandescentes de ésta se colocaban las piedras de carbón negro de la mina de Lirquén cercana. Las carboneras eran para nosotros lo que para los reos la celda de castigo.

Ubicadas al fondo de patio, sumergidas en la oscuridad, ya que hasta allí no llegaba claridad del escaso alumbrado público de ese entonces, era para nosotros un destino insufrible. Cuántas veces mi padre me arrastró hasta allí tironeándome de una oreja, a trompicones por el jardín para lanzarme con una patada bien puesta en el poto entre los sacos de carbón, poniendo luego candado por fuera al cobertizo.

Sentado en la oscuridad, sollozando, sintiendo el ulular del frío viento del invierno sureño, había que esperar que pasase el mal humor de mi viejo, generalmente bajo la presión contemporizadora de mi madre, para que el castigo no excediera de tres o cuatro horas o toda la noche como ocurría a veces.

Con el tiempo este castigo dejó de ser temible, especialmente porque de a poco fuí perdiéndole el miedo a la oscuridad y a la soledad. Creo que incluso me resultaba entretenido, porque apenas aterrizaba en la negrura de la carbonera, siempre impelido por el certero puntapié de mi padre, me apresuraba a retirar un trozo de lata, que a manera de parche ocultaba un hueco, por donde me deslizaba al gallinero contiguo.

Allí se me quitaba la pena. Ya el gallo era mi regalón, lo mismo las dos pavas y las dos docenas de gallinas que siempre había en existencia, esperando ser cazueladas cualquier sábado, cuando se recibían visitas de la parentela o las amistades.

Yo mismo había construido con varas de eucalipto un entramado tipo escalera doble, de más de un metro de alto, que afirmado oblicuamente contra una de las paredes servía de posadero a todas las aves, ya que no dormían como yo pensaba dentro de los cajones que les habíamos acomodado y de donde cada mañana retirábamos los huevos recién puestos.

En los primeros tiempos mi presencia espantaba a las gallinas. Gritaban y corrían aleteando desaforadas por el recinto chocando con los obstáculos mientras el señor gallo me rodeaba amenazante, con las alas abiertas tratando de picotearme. Pero, luego se acostumbraron a verme por allí y me recibían como otro miembro más del gallinero.

Yo me acomodaba entre los palos, cuidando de no pegotearme con caca de gallina que es sumamente pasosa e iba tomando de su atril una a una mis gallinas favoritas, poniéndomelas en los hombros, mi regazo, mis piernas y sobre la cabeza, acariciándolas. En eso me entretenía y realmente gozaba la compañía de mis tiernos plumíferos que se acurrucaban contra mí, ponían sus cabezas bajo las alas y se dormían, mientras yo combatía los calambres y los dolores que me producía el mantenerme quieto tantas horas.

Mucha gente nunca me creyó cuando yo contaba esta historia, me decían que no era posible que una gallina se parase en la testa de un humano. He buscado algunos ejemplos o más bien fotografías para despejar definitivamente las dudas de quienes piensan de esta manera. AQUÍ VA UNA.

Siempre que me juntaba a solas con el Willy hablábamos del mismo tema. Ibamos a su casa y me mostraba recortes del VEA, de la Revista Estadio, del Diario El Sur de Concepción, del Almanaque de Ferrocarriles del Estado, donde mencionaban los triunfos boxeriles de su padre, sus giras, sus títulos de campeón. Y yo creo que el Willy lo hacía para que le tomásemos respeto y no nos metiésemos con él, para que no lo desafiáramos a pelear, para hacernos creer que así como su papá él también era un gran peleador. Pero eso no le resultaba porque todos los del barrio sabíamos que la Tola, su hermana mayor, cuando se peleaba a combo limpio con él le ganaba, lo hacía huir y lo dejaba llorando.

La Tola era dentro de la población muy solicitada. Todos querían pololear con ella. Andar con ella, salir con ella. Digo los cabros más grandes, como el Ugenio, o el Colorao, que era un primo del Willy, que junto a su padre, el Colorao grande, se alojaba una o dos veces al año en su casa, para las fiestas del 18 de septiembre y en Pascua.

Nosotros admirábamos a esta pareja de padre e hijo. No tan solo porque venían de Santiago, sino porque ambos vestían terno y porque eran vendedores y se dedicaban a los negocios. Fabricaban y vendían un producto casero inventado por ellos. Desinfectante para los urinarios.

Yo recuerdo que el Guillermo y yo, siempre que podíamos, les sacábamos de sus maletines de viaje muestras del producto. Unas barritas azuladas que expelían muy buen olor.

Yo se las ponía a los floreros de la iglesia cuando oficiaba de sacristán, porque el olor de las flores y en especial del agua de los floreros me enfermaba hasta hacerme vomitar. Era la única forma de soportar sin náuseas las dos horas que pasaba cada domingo entre la iglesia y la sacristía, sea para prepararle las ropas de la liturgia al cura Fuentes, echarle incienso a los incensiarios colgantes que también me daban asco, hasta llegar a mitad de la misa a pasar el saco de la limosna entre los concurrentes que era fundamentalmente mi interés personal, ya que me las arreglaba para que a lo menos un peso se trasvasijara al bolsillo de perro de mis guardapeos. Eso me hacía felíz y me pagaba con creces todos los sinsabores y afanes dominicales porque me aseguraba la entrada para la matiné de la tarde.

Había otros acólitos que me hacían la competencia, el mundo Buhólzer, el Noly Careaga, hermano de la Rosita Careaga una de mis novias sempiternas. Claro que ella no siempre lo sabía. El Pichula Moreno, el Nono Bustos, el Fernando Pardo, hermano del vaca Pardo y varios otros, que vivían en la población refinera de los que no me acuerdo sus nombres, pero con quienes nos diputábamos el saco de la limosna para contarlo a solas en la sacristía.

A veces éramos dos los que corríamos la bolsita de género entre los fieles. Un óvulo para la vírgen.

Un óvulo para la virgen. Gracias, Dios se lo pague.

En esos años los pesos eran de cobre, de cobre chileno por supuesto y eran unas monedas grandes, muy cotizadas que alcanzaban para varias cosas. Da risa pensar ahora en un peso actual. No sirve casi para comprar nada, tal vez una pastilla.

Tener uno era como ser rico por un día: ticket de matiné y golosinas; chilenitos, mazapanes o un gran alfajor, quizás incluso una bilz. Un peso en el bolsillo pequeño ese de seguridad, de tapa y abotonado cerca de la ingle derecha de los pantalones de moda - los guardapeos- , de gruesa franela y elasticados en el tobillo era la muerte misma.

Ignoro que sienten ahora los peques cuando sus padres los llevan al cine. Frecuentemente los miro, me doy vuelta en mi butaca y ausculto sus rostros y trato de imaginarme sus pensamientos, sus sensaciones. Observo de reojo a mis hijos al lado mío, pero no puedo captar nada que me recuerde al estado emocional que nos identificaba a los niños de entonces.

Esa cara radiante, bobalicona pero inundada de felicidad, que hablaba por si sola de la fascinación que tenía para nosotros el cine y toda la parafernalia que rodeaba cada función. Todo era novedoso y hasta peligroso, como por ejemplo el acto de sentarse en la butaca.

No era solo cuestión de acomodarse, había que voltear el asiento y colocarse rápidamente encima antes de que merced a sus poderosos resortes de acero volviese a su lugar. Para los adultos no era problema porque lo sujetaban con una mano mientras se acomodaban para sentarse, pero para nosotros los niños era una especie de trampa fatal.

Si lo bajábamos y no nos sentábamos en el acto, ya no estaba el asiento y uno pasaba en banda directo al piso, ante las risas de los que se percataban. Lo peor era que no era facil pararse porque el piso de toda la platea era en pendiente y las hileras eran tan apretadas que para pasar entre dos filas había que hacerlo de lado. Por tanto cuando uno caía al piso rodaba e infaliblemente se colaba bajo la butaca delantera.

Estas vergonzosas caídas producían todo tipo de confusiones. Primero la alarma de los padres que se asustaban cuando uno desaparecía lanzando un grito. Después venía el tironeo para sacar al chico desde la incómoda posición en que estaba bajo los asientos. Ahora si la caída era cuando las luces estaban apagadas el bochorno crecía de proporciones y amenazaba con convertirse en tragedia, pués no faltaba la jovencita o la señora madura del asiento bajo el cual uno se encontraba, que al sentir un roce o los ruidos lanzaban un histérico chillido temiendo que algún malandrín intentaba robarles la cartera afirmada entre las piernas, o que algún degenerado les estaba corriendo mano.

Eso daba para que se prendieran las luces y los celadores te alumbrasen con los poderosos focos de sus linternas. Recobrada la calma y dadas las explicaciones venían los pellizcones de tus padres y la amenaza al oído con voz silibante.

Vas a ver lo que te va a pasar en la casa cabro de mierda, por hacernos pasar esta verguenza.
Lo más seguro era montarse rápidamente de rodillas arriba del asiento, sentarse al voleo y pese a que uno no alcanzaba a poner los pies en el piso, tratar de mantenerse bien equilibrado en el centro mismo, apretando firmemente ambos brazos de la butacona maldita. Y desde luego no bajarse más del asiento durante la función.

Los niños de hoy, al menos los de Australia, solo están preocupados de tragarse rápidamente una bolsa gigantesca de palomitas de maíz, bastante desabridas ya que aquí para felicidad de los comerciantes impera la restricción de la sal para todo tipo de comidas y de no voltear el también monstruoso vaso de Coca Cola en las cabezas de los de la fila de adelante. Si ésto ocurre, basta decir Sorry, que es como una palabra mágica. Te empujan escaleras abajo y el autor del desaguisado te mira hacia abajo y con ademán displicente solo dice Sorry. Te pegan un codazo, desde luego casual, que casi te destempla los dientes y la palabra es Sorry. Te atropella un imbécil descuidado y por mucho que estés aún obnubilado en el pavimento tratando de recobrar los sentidos, no dejas de oir a lo lejos, casi como un susurro que el viento arrastra, el grito del conductor lanzado por la ventanilla del auto, Soo-rryy mate.

Eso era lo único malo de ir al cine. El resto, que te compraban maní tostado, o un cucurucho de cartón de piñones hirviendo todavía, o castañas de esas harinosas y dulcecitas, o calugas Serrano de las más caras. Eso era miel sobre hojuelas.

Luego venía el suspenso de las luces. Se empezaban a apagar de a poco. Primero las de la galería y luego las de platea. Ya sabíamos que vendría el tremendo abucheo del público, apenas empezara el único noticiero del Teatro CRAV, uno de España, con bandas militares y muchos tambores y cornetas que ya todos nos sabíamos de memoria y que a pesar de ello producía muchas risas por ese hablar tan divertido de pronunciar las eses por zetas de los españoles.

En ese tiempo creíamos que el General Franco debía no solamente ser el Jefe de Estado de España sino que por lo que veíamos algo así como el Atilade las Uropas. El caudillo del universo porque en las escenas todo el mundo lo aplaudía, lo felicitaba, le arrojaban flores. Era emocionante el amor que el pueblo sentía por ese hombre de apariencia insignificante. No se comparaba con el recibimiento que en Chile se le entregaba al Presidente de la República.

Pasaron años antes que entendiéramos que los tiranos se rodean de cobardes genuflexos y aduladores para crear un ambiente de admiración y respeto, que el verdadero pueblo nunca ha sentido con sus verdugos.

En las tardes de los días de la semana, después del almuerzo y la siesta obligada de los mayores, se salía a la calle, con permiso o sin permiso.

La calle era para nosotros la vida misma. La calle y el bosque. Desde el mismo instante en que lográbamos salir de nuestras casas, que las sentíamos a esa hora como verdaderas prisiones, nos embargaba una especie de vértigo, de plena felicidad, de ganas de vivir aventuras.

El solo hecho de respirar el aire marino de Penco, de mirar el verdor de sus bosques de pinos que empezaban exactamente donde terminaba el patio de las casas de nuestra calle y se extendía por cientos de kilómetros hacia todos los lugares donde no estaba el mar, nos entregaba una sensación de poderío, de saber que no cualquiera podía encontrar los senderos del sotobosque virgen, con árboles cuyas ramas jamas nadie había podado y que llegaban hasta el mismo suelo, de salir ileso de los innumerables peligros que escondía, de caminar por sus intrincados laberintos donde generalmente nunca llegaba la luz del sol por la cerrazón de su ramaje.

Ese era nuestro territorio. Lo habíamos explorado cientos de veces, habíamos marcado los lugares por donde se era viable avanzar. Teníamos cada uno senderos abiertos a golpes de hacha por nosotros mismos hasta llegar a los cortafuegos, por donde se podía caminar y orientarse. También habíamos descubierto los pasadizos o huellas de los leñadores, de los que cortaban ramas de pino y sacaban piñas para venderlas a los que tenían chimeneas.

Conocíamos por donde entraban y se perdían los cuidadores de caballos y los vaqueros, que arreaban sus vacas lecheras buscando pastos tiernos, seguidos de sus perros maestros. De los cazadores de pájaros, que tendían sus trampas en los claros del bosque, cerca de las pozas de agua, de los maquis, de los multillares y la mora.

Sabíamos evadir a don Pará, el hosco y temible guardabosques, un huaso bruto que administraba los bosques de los fundos del sector. De Coihueco, de Cosmito, de la Refinería y de la Fábrica de Loza, entre otros, quien con cinco perros perdigueros, una escopeta de doble cañón del doce, grandes espuelas y un rebenque para domeñar a su caballo percherón, era como un azote infernal del que había que huir, disimularse en la copa de los árboles, encharcarse en las ciénagas o correr desaladamente por los senderos existentes hasta casa, para no ser olidos y perseguidos por los perros de su jauría.

De él se contaban historias terribles en el pueblo. Que tenía pacto con el diablo, que él y sus perros eran los responsables de varias muertes de gente encontrada en los bosques despedazados por las aves y animales, que los pacos temían encontrarse con él, que no había nadie que pudiera voltearlo de su caballo en una pelea o en un rodeo.

Años después, supimos por una información de prensa aparecida en el Diario El Sur de Concepción, que había sido detenido por incesto al ser denunciado por su esposa, una especie de bruja que a veces veíamos comprando en el mercado, que aseguró que su esposo violó y mantuvo como concubinas a sus cinco hijas, teniendo varios entenaos ( hijos) en ellas.

Nuestra intuición de muchachos, la convicción que On Pará era un mal bicho, cosa que nunca creyeron nuestros padres cuando les contábamos algunas aventuras, se vió plenamente confirmada con este suceso.

Sabíamos cazar con nuestras hondas y con nuestros conocimientos para hacer trampas para pájaros. Nuestra certera puntería, la calidad de nuestras armas de combate y el intenso entrenamiento diario nos hacía prácticamente infalibles...Aún ahora me admiro de como aprendimos tantas cosas, a comer del bosque, de sus animales, de sus aves, de sus productos naturales. Conocíamos todas las vertientes vírgenes, esos chorros de agua pura y helada que venía del centro de la tierra donde apagar la sed. Las lagunillas y los tranques escondidos en la soledad de los montes donde bañarnos. Sabíamos en que tipo de aguas podía haber cueros y sanguijuelas. Donde bebía la huiña y habitaban los coipos. Teníamos minas secretas de greda azul, de greda roja y de greda común, esa plomiza que está desnaturalizada por el contacto con la tierra virgen, de donde sacábamos el material para construir nuestros proyectiles, las bolitas de barro que amasábamos con las palmas de las manos hasta darles el tamaño y la esfericidad que acomodaba a las cuereras de nuestras hondas y que secábamos al calor del sol subrepticiamente en los techos de nuestras casas.

Sabíamos andar por la copa de los árboles y avanzar varias cuadras hasta traspasar el obstáculo que nos desviaba de nuestro destino: sectores bajos, montículos de matorrales muy tupidos de espinos, manchas de zarzamora silvestre, pinares antiguos de duras ramas entrelazadas donde no entraba el filo del hacha o los cuchillos, zonas pantanosas y peligrosas por los mosquitos y las espinas escondidas en el lecho fangoso.

A falta de lianas como las de la selva de Tarzán, otro de nuestros héroes, cortábamos de raíz las ramas de ciertos árboles, desde el suelo hasta una altura de más o menos quince metros, escogiendo los que estaban en la cima de un montículo o al pié de una profunda cañada y solo dejábamos una, la más gruesa y firme a una altura de diez metros. Allí amarrábamos una larga cuerda de cáñamo cuya procedencia era de las bodegas de la Fábrica Crav y en el terminal de la soga que llegaba a la altura de nuestras cabezas, le amarrábamos un palo de eucalipto tipo trapecio del que nos colgábamos y luego con un buen impulso literalmente volábamos alrededor del árbol, teniendo a nuestros pies el precipicio.

O bien, raleábamos las enmarañadas ramas de los pinos insignes, de pinares de treinta o cuarenta metros de altura donde moraban las cuncunas; la madre de culebra , el más grande de los coleópteros que conocíamos y estaba el área de apareamiento donde volaba la mantis religiosa y ahí construíamos un sendero aéreo de dos o tres cuadras en dos o más direcciones, que consistía en espacios sin ramaje que dejábamos a media altura de cada árbol, donde podíamos caminar erectos y avanzar sin grandes dificultades por las gruesas ramas comunicantes que dejábamos para el efecto, una más abajo para pisar y otra más arriba para afirmarnos, a no menos de veinte metros de altura. De más está decir que estas obras de ingeniería en que participábamos siete a diez integrantes de nuestro grupo, La Banda del Zorro nos tomaba varios meses donde cada cual pasaba peripecias y aventuras para sacar los cuchillos cocineros y el hacha con que se cocinaba y partía la leña en nuestras casas y no pocas caídas, rasmillones y sobre todo picadas de cuncuna que enronchaban por dos o tres días nuestras manos, cuello o rostro.

Mis hijos hoy son fanáticos de los juegos y entretenimientos caseros. Televisión, consolas de juego, cámaras, computador, etc. A pesar que tienen bicicleta, skaterboard y scooter casi no salen a la calle. A lo más a saltar y botear en la cama elástica del patio. El resto de su tiempo está dedicado a los juegos de armar interminables construcciones de piezas Lego, que inundan todos los rincones de la casa. De allí salen esos castillos, remedos de maquinarias pesadas, puentes, figuras monstruosas y seres espaciales que cada cierto tiempo van sufriendo transformaciones, sea porque nos hacen tropezar y quedan irreconocibles o porque sus piezas van a integrar la construcción de un nuevo mecano.

Pobres de mis hijos, que en esta cultura australiana nunca van a saber jugar a los juegos de antes que tantas emociones y satisfacciones nos proporcionaron a tantas generaciones. Jamás se les ocurriría construir un trompo casero, que después de mucho esfuerzo de cuchillo, limar y lijar aparecía de un trozo duro de buena madera importada. Yo tuve varios trompos, algunos los hice y los otros eran trofeos de guerra, producto de las apuestas acerca de cuál trompo era mejor.

El juego consistía en hacer sobre la tierra un círculo perfecto con la soguilla, de más o menos un metro y medio de circunsferencia y allí echar a correr los trompos. Diez, doce y hasta quince trompos de todos los portes y tamaños oscilaban zumbando sobre sus afiladas púas de acero fabricadas de gruesos clavos. Estos trompos de combate, como los llamábamos tenían una púa especial. Les habíamos sacado la original y puesto en su lugar un gran clavo de acero del más duro, el cual limábamos prolijamente para aguzar su punta. Teníamos otros trompos para entretenernos, para lanzarlo al aire y recibirlo en la palma de la mano, para hacer avanzar una moneda o una chapita, pero éste el de combate, era solo para este juego del ruedo.

El trompo que salía del círculo, sea porque rozaba con otro o perdía la fuerza de su giro, era rápidamente tomado por su dueño, que enrollaba la soga con movimientos febriles para volverlo lanzar, pero ésta vez tratando de pegarle con la afilada punta de acero a otro trompo, para sacarlo de circulación, partirlo a la mitad o destrozarle un costado para dejarlo inservible.

Este objetivo no siempre era fácil, porque todos recubríamos nuestro trompos con láminas de latas, toperoles y clavos de cabeza ancha justamente para evitar que este ataque feroz nos dejara sin participar. Pero algunas púas lograban penetrar estos obstáculos y en cada juego no eran menos de tres o cuatro los trompos que quedaban inutilizados para siempre..

El juego no terminaba hasta que no quedara en juego solo un trompo. Los demás iban retirándose de a poco. Sea porque nuestros padres nos llamaban a comer si era el mediodía o las onces tipo cinco de la tarde, ya porque aparecía una callampa, una trompa acorazada y gigantesca cuyo mayor peso indudablemente iba a destrozar a los otros más pequeños y era mejor retirarse que quedar eliminado y sin trompo.

Este juego nos apasionaba y había trompos famosos e indestructibles, que por imaginación e ingenio de sus fabricantes siempre resultaban vencedores. Estos trompos tenían su ceremonia de bautizo y tenían nombres muy pomposos como Quijote, Emperador, Invencible, etc. y eran objeto de importantes transacciones. Venían muchachos de otros barrios e incluso localidades adyacentes a comprarlos o más bien a ofrecer un trueque por ellos. Podía ser un cachorro de perro o gato, alguna buena honda de mango de hierro o una cámara de auto importada de goma roja, que era el mejor material, el más resistente de donde salían los mejores elásticos para fabricar las hondas, o bien, lo que era muy apreciado un arco hechizo con sus respectivas flechas, todo construído artísticamente, con buena madera tallada, con las puntas de flechas reforzadas con un encamisamiento metálico.

No era raro otro tipo de trueques como comprometerse a no perseguir, lease conquistar a determinada niña que a uno le gustaba. Ceder una polola o presentar a una hermana, provocando una primera cita.

Los juegos de mi tiempo eran fenomenales.