domingo, 31 de diciembre de 2006

De aquí a Penco

Hay un dicho muy famoso en Chile, dice: *Eso está más lejos que ir a Penco*. O bien: *De aquí a Penco*.

Y por si alguien no lo sabe o no lo tiene claro Penco existe. Es o más bien era cuando yo era niño un pequeño pueblo, más bien una caleta con pretensiones de pueblo, ubicado a doce kilómetros de la capital de la provincia del mismo nombre, Concepción.

En ese entonces vivíamos en la población de la Refinería de Azúcar conocida como CRAV. (Compañía Refinería Azúcar Viña del Mar), porque a pesar de estar ubicada en Penco, la casa matríz de la empresa estaba en Viña del Mar, ámbas ahora inexistentes.

Yo recuerdo muy nítidamente nuestra primera casa en la calle Max Grissar No. 11, justo detrás de la capilla refinera de la población donde fui bautizado. Como no hacerlo si allí viví no solo mis primeros años sino que fue el sitio donde desperté a la vida real. A la de las peleas callejeras, las pichangas de fútbol, las pandillas y las guerras a pedradas entre los miembros de las bandas y grupos nacidos en diferentes calles y pasajes, a tener los primeros camaradas, amoríos, confidentes y cómplices de mil pilatunadas.

La Capilla CRAV era muy especial. No sé si aún existe o que transformaciones han ocurrido en el sector, pero en ese tiempo era el eje central de la vida pueblerina de ese recinto privado donde solo vivían obreros, empleados y ejecutivos de la empresa.

Enclavada en un montículo, su campanario dominaba todas las calles circundantes y los altoparlantes enclavados en la parte alta de su techumbre llevaban la santa misa a todos los rincones. Era un verdadero espectáculo ver como a golpe de campanadas, los fieles devotos precedidos por los más beatos desfilaban como ovejas tras el cencerro hacia su blanca e imponente estructura.

Ya en ese entonces me decían el Pin. Pincito o Pin Puentes. Y no recuerdo que eso me llamara nunca la atención, hasta los 21 años más o menos, en que me costó asimilar que me nombrasen como Enrique.

Tampoco supe nunca de dónde derivó ese apodo que me acompañó tantos años. Una versión que recogí de mi madre que lo contó cuando se lo preguntaron años después fue que así me había bautizado un capitán de barco mercante, el capitán Gómez, la vieja Gómez como recuerdo le decían, que creo que fué mi padrino de bautizo, que visitaba a mis padres cuando su barco recalaba en el muelle de Lirquén y a quien traté por muchos años. Otra versión, mal intencionada que seguramente oí de mis primos es que me decían así por tener la cabeza muy chica.

Nuestro vecino, el cura Fuentes, Eduardo Fuentes si no me equivoco visitaba a menudo nuestra casa. Era un cura de la vieja guardia, de esos con sotana abrochada al frente con cien botones. Hombre alegre y campechano no desperdiciaba ocasión de juntarse con sus amigos, echarse unos cuantos tragos y armar una mesa de póker. Casó a mis padres y nos bautizó a todos nosotros. El también me decía Pin.

Con los años lo encontré en muchos lugares impensados; jugando a los naipes en el coche dormitorio del tren Concepción Santiago. Almorzando en el Club Peruano en la capital, en el mercado de Chillán comiendo un mariscal y la última vez en el mismo Penco, cuando después de casi quince años de faltar llevé a mi primera esposa a visitar la iglesia, enterándome que otra vez el cura Fuentes era su párroco.

Pedí hablar con él sin mencionar mi nombre y una antigua criada me hizo pasar a su despacho. Allí estaba el sacerdote, de tal vez ochenta años de edad, pequeño y casi ciego, siempre tras sus lentes de poto de botella. Sin embargo sus primeras palabras fueron Tú eres el Pin...

Mis primeras letras las hice en la Escuela Básica No.69, número que no olvidaría jamás porque me marcó para siempre. Y ello no es solo una frase retórica, ya que a pesar que en ese entonces era un niño, ese halo sensual que se desprende de este número misterioso no dejaba de crear en nuestra mente fantasías eróticas, por mucho que quizás no entendiésemos muy bien la explicación que al respecto corría entre los condiscípulos.

La cuestión era que en esos años una de nuestras maestras era una joven y bella mujer que nos tenía a todos enamorados, digo a profesores y alumnos, tanto por su dulce voz y sonrisa angelical, como porque usaba a veces unas faldas cortas y anchas que mostraban sin desenfado sus hermosas piernas. Siempre he pensado, que nuestra maestra usaba sus encantos como un arma de disuasión contra el desorden y la indisciplina.

Cuando ella se sentaba en su alta silla frente a la clase, treinta y seis pares de ojos no abandonaban su entrepierna y el silencio era fantasmal. Al menor desorden o bullicio, caía su tiza y ella la recogía con parsimonia dándonos la espalda. Era algo formidable, casi una clase de anatomía. Nos gustaba la Escuela y no faltábamos a ella aunque nos desollaran. Posiblemente fue en ese tiempo que desarrollé ese espíritu de concentración y disciplina que aún me acompaña.

La Escuela tenía una especie de subterráneo que corría a todo lo largo de mi sala de clases y era sagrado entre algunos de nosotros esperar que tocasen la campana anunciando que terminaba el recreo, para irnos a la carrera al oscuro túnel y atisbar por las hendijas de las tablas las piernas, los calzones y anatomía de nuestra profesora cuando penetraba a la clase. La consecuencia era que llegábamos siempre atrasados y aún trémulos de emoción por las espectaculares vistas que apreciábamos desde ese sitio oscuro y frío que contrastaba con la luminosidad de nuestra sala allá arriba.

Así fué como quedé marcado. Sabiendo que iba atrasado, tropecé con unos antiguos tarros de pintura ya oxidados amontonados en un rincón, produciéndoseme un aparatoso corte que sangraba a mares, cuya cicatríz de más o menos siete centímetros aún conservo en la rodilla derecha. Me curó en el policlínico la enfermera Marta Stowans, amiga de la familia, admirable mujer que ya en ese entonces poseía un halo de samaritana que pocas veces he vuelto a encontrar.

De la Escuela No. 69 conservo el recuerdo de Guacolda, mi bella profesora que aun permanece en mi memoria y mi antigua cicatríz que con el tiempo ha ido moviéndose encontrándose ahora tres o cuatro centímetros por arriba de donde estaba. Esto nunca ha dejado de preocuparme y cada ciertos años calculo la distancia recorrida, pero creo que me moriré antes que avance hasta meterse tras el calzoncillo.