lunes, 26 de febrero de 2007

Fuí felíz a los diez años

Ahora que el atardecer de mi vida me permite reflexionar más sobre mi mismo quizás por efecto de maravillarme de seguir vivo, teniendo - como he sabido últimamente-, tantos condiscípulos y amigos de juventud que han dejado esta tierra, me ha dado por recordar cosas que creía sepultadas para siempre, poco importantes tal vez o que en su momento no me parecieron relevantes. También recuerdo a mi padre, ya muerto, inevitablemente ligado a todas éstas reminiscencias al que ahora vengo a entender mucho mejor de lo que lo hice cuando aún estaba con vida.

FOTO DE MI PADRE DE JOVEN. LA UNICA QUE CONSERVO.

En estas reflexiones la pregunta que me asalta es, ¿qué consideraba yo importante en ese tiempo?. Pienso que fueron los sucesos, el resúmen de las cosas rutinarias que me gustaban o me desagradaban. El ir de compras a la pulpería con mi madre, donde yo sacaba disimuladamente dos o tres huesillos de los sacos rotos por donde asomaban tentadores, los correazos de mi padre cuando llegaba ebrio en las noches, la mala nota de la prueba de aritmética, los trozos de charqui de caballo que subrepticiamente sacaba de la despensa , el permiso para andar en bicicleta, para elevar mi volantín chupete, en fin las cosas sobresalientes del día a día.

Bien, ahora que ya no soy un muchacho ni mucho menos, mis reflexiones me han llevado a fijar y recordar en detalle aquellas vivencias. Me acuerdo nítidamente de los hitos que me marcaron como niño en mi relación parental, escolar, sentimental o fraternal, pero ahora también acuden a mi mente retazos de conversaciones triviales, con el Willy por ejemplo, cuando sentados en la acera opinábamos sobre boxeo, ya que su padre una década atrás había sido un cotizado deportista, campeón de algo, el famoso Peneca Rivera. Digo ésto porque el Willy me mostró los recortes que su padre atesoraba prolijamente archivados en un maletín en el entretecho de su casa, que como todas las viviendas de la calle Max Grissar, era aprovechado como desván.

Al igual que en mi casa, la familia Rivera accedía al lugar por una abertura en el cielo raso del baño, donde se colgaba una escala de mano. Si alguien retiraba la escalera no había forma de bajar. De ahí que este estrecho y largo cuartucho, generalmente emparedado con planchas de madera terciada para que no resultara tan inhóspito y que se prolongaba a lo largo de toda la vivienda, fuera muy usado para los castigos, además de servir para guardar los trastos.

Allí me confinaban mis padres cuando cometía diabluras y todos mis amigos compartían esta misma experiencia en sus casas. Si no era allí, era en la temida carbonera, pieza hechiza al fondo del patio generalmente anexa al gallinero, donde se guardaban los sacos de carbón de piedra y la madera de eucalipto para la chimenea y la cocina a leña.

En esos tiempos, todas las casas tenían una gran cocina de fierro forjado que funcionaba en base a fuego. Se prendía con madera y sobre los trozos incandescentes de ésta se colocaban las piedras de carbón negro de la mina de Lirquén cercana. Las carboneras eran para nosotros lo que para los reos la celda de castigo.

Ubicadas al fondo de patio, sumergidas en la oscuridad, ya que hasta allí no llegaba claridad del escaso alumbrado público de ese entonces, era para nosotros un destino insufrible. Cuántas veces mi padre me arrastró hasta allí tironeándome de una oreja, a trompicones por el jardín para lanzarme con una patada bien puesta en el poto entre los sacos de carbón, poniendo luego candado por fuera al cobertizo.

Sentado en la oscuridad, sollozando, sintiendo el ulular del frío viento del invierno sureño, había que esperar que pasase el mal humor de mi viejo, generalmente bajo la presión contemporizadora de mi madre, para que el castigo no excediera de tres o cuatro horas o toda la noche como ocurría a veces.

Con el tiempo este castigo dejó de ser temible, especialmente porque de a poco fuí perdiéndole el miedo a la oscuridad y a la soledad. Creo que incluso me resultaba entretenido, porque apenas aterrizaba en la negrura de la carbonera, siempre impelido por el certero puntapié de mi padre, me apresuraba a retirar un trozo de lata, que a manera de parche ocultaba un hueco, por donde me deslizaba al gallinero contiguo.

Allí se me quitaba la pena. Ya el gallo era mi regalón, lo mismo las dos pavas y las dos docenas de gallinas que siempre había en existencia, esperando ser cazueladas cualquier sábado, cuando se recibían visitas de la parentela o las amistades.

Yo mismo había construido con varas de eucalipto un entramado tipo escalera doble, de más de un metro de alto, que afirmado oblicuamente contra una de las paredes servía de posadero a todas las aves, ya que no dormían como yo pensaba dentro de los cajones que les habíamos acomodado y de donde cada mañana retirábamos los huevos recién puestos.

En los primeros tiempos mi presencia espantaba a las gallinas. Gritaban y corrían aleteando desaforadas por el recinto chocando con los obstáculos mientras el señor gallo me rodeaba amenazante, con las alas abiertas tratando de picotearme. Pero, luego se acostumbraron a verme por allí y me recibían como otro miembro más del gallinero.

Yo me acomodaba entre los palos, cuidando de no pegotearme con caca de gallina que es sumamente pasosa e iba tomando de su atril una a una mis gallinas favoritas, poniéndomelas en los hombros, mi regazo, mis piernas y sobre la cabeza, acariciándolas. En eso me entretenía y realmente gozaba la compañía de mis tiernos plumíferos que se acurrucaban contra mí, ponían sus cabezas bajo las alas y se dormían, mientras yo combatía los calambres y los dolores que me producía el mantenerme quieto tantas horas.

Mucha gente nunca me creyó cuando yo contaba esta historia, me decían que no era posible que una gallina se parase en la testa de un humano. He buscado algunos ejemplos o más bien fotografías para despejar definitivamente las dudas de quienes piensan de esta manera. AQUÍ VA UNA.

Siempre que me juntaba a solas con el Willy hablábamos del mismo tema. Ibamos a su casa y me mostraba recortes del VEA, de la Revista Estadio, del Diario El Sur de Concepción, del Almanaque de Ferrocarriles del Estado, donde mencionaban los triunfos boxeriles de su padre, sus giras, sus títulos de campeón. Y yo creo que el Willy lo hacía para que le tomásemos respeto y no nos metiésemos con él, para que no lo desafiáramos a pelear, para hacernos creer que así como su papá él también era un gran peleador. Pero eso no le resultaba porque todos los del barrio sabíamos que la Tola, su hermana mayor, cuando se peleaba a combo limpio con él le ganaba, lo hacía huir y lo dejaba llorando.

La Tola era dentro de la población muy solicitada. Todos querían pololear con ella. Andar con ella, salir con ella. Digo los cabros más grandes, como el Ugenio, o el Colorao, que era un primo del Willy, que junto a su padre, el Colorao grande, se alojaba una o dos veces al año en su casa, para las fiestas del 18 de septiembre y en Pascua.

Nosotros admirábamos a esta pareja de padre e hijo. No tan solo porque venían de Santiago, sino porque ambos vestían terno y porque eran vendedores y se dedicaban a los negocios. Fabricaban y vendían un producto casero inventado por ellos. Desinfectante para los urinarios.

Yo recuerdo que el Guillermo y yo, siempre que podíamos, les sacábamos de sus maletines de viaje muestras del producto. Unas barritas azuladas que expelían muy buen olor.

Yo se las ponía a los floreros de la iglesia cuando oficiaba de sacristán, porque el olor de las flores y en especial del agua de los floreros me enfermaba hasta hacerme vomitar. Era la única forma de soportar sin náuseas las dos horas que pasaba cada domingo entre la iglesia y la sacristía, sea para prepararle las ropas de la liturgia al cura Fuentes, echarle incienso a los incensiarios colgantes que también me daban asco, hasta llegar a mitad de la misa a pasar el saco de la limosna entre los concurrentes que era fundamentalmente mi interés personal, ya que me las arreglaba para que a lo menos un peso se trasvasijara al bolsillo de perro de mis guardapeos. Eso me hacía felíz y me pagaba con creces todos los sinsabores y afanes dominicales porque me aseguraba la entrada para la matiné de la tarde.

Había otros acólitos que me hacían la competencia, el mundo Buhólzer, el Noly Careaga, hermano de la Rosita Careaga una de mis novias sempiternas. Claro que ella no siempre lo sabía. El Pichula Moreno, el Nono Bustos, el Fernando Pardo, hermano del vaca Pardo y varios otros, que vivían en la población refinera de los que no me acuerdo sus nombres, pero con quienes nos diputábamos el saco de la limosna para contarlo a solas en la sacristía.

A veces éramos dos los que corríamos la bolsita de género entre los fieles. Un óvulo para la vírgen.

Un óvulo para la virgen. Gracias, Dios se lo pague.

En esos años los pesos eran de cobre, de cobre chileno por supuesto y eran unas monedas grandes, muy cotizadas que alcanzaban para varias cosas. Da risa pensar ahora en un peso actual. No sirve casi para comprar nada, tal vez una pastilla.

Tener uno era como ser rico por un día: ticket de matiné y golosinas; chilenitos, mazapanes o un gran alfajor, quizás incluso una bilz. Un peso en el bolsillo pequeño ese de seguridad, de tapa y abotonado cerca de la ingle derecha de los pantalones de moda - los guardapeos- , de gruesa franela y elasticados en el tobillo era la muerte misma.

Ignoro que sienten ahora los peques cuando sus padres los llevan al cine. Frecuentemente los miro, me doy vuelta en mi butaca y ausculto sus rostros y trato de imaginarme sus pensamientos, sus sensaciones. Observo de reojo a mis hijos al lado mío, pero no puedo captar nada que me recuerde al estado emocional que nos identificaba a los niños de entonces.

Esa cara radiante, bobalicona pero inundada de felicidad, que hablaba por si sola de la fascinación que tenía para nosotros el cine y toda la parafernalia que rodeaba cada función. Todo era novedoso y hasta peligroso, como por ejemplo el acto de sentarse en la butaca.

No era solo cuestión de acomodarse, había que voltear el asiento y colocarse rápidamente encima antes de que merced a sus poderosos resortes de acero volviese a su lugar. Para los adultos no era problema porque lo sujetaban con una mano mientras se acomodaban para sentarse, pero para nosotros los niños era una especie de trampa fatal.

Si lo bajábamos y no nos sentábamos en el acto, ya no estaba el asiento y uno pasaba en banda directo al piso, ante las risas de los que se percataban. Lo peor era que no era facil pararse porque el piso de toda la platea era en pendiente y las hileras eran tan apretadas que para pasar entre dos filas había que hacerlo de lado. Por tanto cuando uno caía al piso rodaba e infaliblemente se colaba bajo la butaca delantera.

Estas vergonzosas caídas producían todo tipo de confusiones. Primero la alarma de los padres que se asustaban cuando uno desaparecía lanzando un grito. Después venía el tironeo para sacar al chico desde la incómoda posición en que estaba bajo los asientos. Ahora si la caída era cuando las luces estaban apagadas el bochorno crecía de proporciones y amenazaba con convertirse en tragedia, pués no faltaba la jovencita o la señora madura del asiento bajo el cual uno se encontraba, que al sentir un roce o los ruidos lanzaban un histérico chillido temiendo que algún malandrín intentaba robarles la cartera afirmada entre las piernas, o que algún degenerado les estaba corriendo mano.

Eso daba para que se prendieran las luces y los celadores te alumbrasen con los poderosos focos de sus linternas. Recobrada la calma y dadas las explicaciones venían los pellizcones de tus padres y la amenaza al oído con voz silibante.

Vas a ver lo que te va a pasar en la casa cabro de mierda, por hacernos pasar esta verguenza.
Lo más seguro era montarse rápidamente de rodillas arriba del asiento, sentarse al voleo y pese a que uno no alcanzaba a poner los pies en el piso, tratar de mantenerse bien equilibrado en el centro mismo, apretando firmemente ambos brazos de la butacona maldita. Y desde luego no bajarse más del asiento durante la función.

Los niños de hoy, al menos los de Australia, solo están preocupados de tragarse rápidamente una bolsa gigantesca de palomitas de maíz, bastante desabridas ya que aquí para felicidad de los comerciantes impera la restricción de la sal para todo tipo de comidas y de no voltear el también monstruoso vaso de Coca Cola en las cabezas de los de la fila de adelante. Si ésto ocurre, basta decir Sorry, que es como una palabra mágica. Te empujan escaleras abajo y el autor del desaguisado te mira hacia abajo y con ademán displicente solo dice Sorry. Te pegan un codazo, desde luego casual, que casi te destempla los dientes y la palabra es Sorry. Te atropella un imbécil descuidado y por mucho que estés aún obnubilado en el pavimento tratando de recobrar los sentidos, no dejas de oir a lo lejos, casi como un susurro que el viento arrastra, el grito del conductor lanzado por la ventanilla del auto, Soo-rryy mate.

Eso era lo único malo de ir al cine. El resto, que te compraban maní tostado, o un cucurucho de cartón de piñones hirviendo todavía, o castañas de esas harinosas y dulcecitas, o calugas Serrano de las más caras. Eso era miel sobre hojuelas.

Luego venía el suspenso de las luces. Se empezaban a apagar de a poco. Primero las de la galería y luego las de platea. Ya sabíamos que vendría el tremendo abucheo del público, apenas empezara el único noticiero del Teatro CRAV, uno de España, con bandas militares y muchos tambores y cornetas que ya todos nos sabíamos de memoria y que a pesar de ello producía muchas risas por ese hablar tan divertido de pronunciar las eses por zetas de los españoles.

En ese tiempo creíamos que el General Franco debía no solamente ser el Jefe de Estado de España sino que por lo que veíamos algo así como el Atilade las Uropas. El caudillo del universo porque en las escenas todo el mundo lo aplaudía, lo felicitaba, le arrojaban flores. Era emocionante el amor que el pueblo sentía por ese hombre de apariencia insignificante. No se comparaba con el recibimiento que en Chile se le entregaba al Presidente de la República.

Pasaron años antes que entendiéramos que los tiranos se rodean de cobardes genuflexos y aduladores para crear un ambiente de admiración y respeto, que el verdadero pueblo nunca ha sentido con sus verdugos.

En las tardes de los días de la semana, después del almuerzo y la siesta obligada de los mayores, se salía a la calle, con permiso o sin permiso.

La calle era para nosotros la vida misma. La calle y el bosque. Desde el mismo instante en que lográbamos salir de nuestras casas, que las sentíamos a esa hora como verdaderas prisiones, nos embargaba una especie de vértigo, de plena felicidad, de ganas de vivir aventuras.

El solo hecho de respirar el aire marino de Penco, de mirar el verdor de sus bosques de pinos que empezaban exactamente donde terminaba el patio de las casas de nuestra calle y se extendía por cientos de kilómetros hacia todos los lugares donde no estaba el mar, nos entregaba una sensación de poderío, de saber que no cualquiera podía encontrar los senderos del sotobosque virgen, con árboles cuyas ramas jamas nadie había podado y que llegaban hasta el mismo suelo, de salir ileso de los innumerables peligros que escondía, de caminar por sus intrincados laberintos donde generalmente nunca llegaba la luz del sol por la cerrazón de su ramaje.

Ese era nuestro territorio. Lo habíamos explorado cientos de veces, habíamos marcado los lugares por donde se era viable avanzar. Teníamos cada uno senderos abiertos a golpes de hacha por nosotros mismos hasta llegar a los cortafuegos, por donde se podía caminar y orientarse. También habíamos descubierto los pasadizos o huellas de los leñadores, de los que cortaban ramas de pino y sacaban piñas para venderlas a los que tenían chimeneas.

Conocíamos por donde entraban y se perdían los cuidadores de caballos y los vaqueros, que arreaban sus vacas lecheras buscando pastos tiernos, seguidos de sus perros maestros. De los cazadores de pájaros, que tendían sus trampas en los claros del bosque, cerca de las pozas de agua, de los maquis, de los multillares y la mora.

Sabíamos evadir a don Pará, el hosco y temible guardabosques, un huaso bruto que administraba los bosques de los fundos del sector. De Coihueco, de Cosmito, de la Refinería y de la Fábrica de Loza, entre otros, quien con cinco perros perdigueros, una escopeta de doble cañón del doce, grandes espuelas y un rebenque para domeñar a su caballo percherón, era como un azote infernal del que había que huir, disimularse en la copa de los árboles, encharcarse en las ciénagas o correr desaladamente por los senderos existentes hasta casa, para no ser olidos y perseguidos por los perros de su jauría.

De él se contaban historias terribles en el pueblo. Que tenía pacto con el diablo, que él y sus perros eran los responsables de varias muertes de gente encontrada en los bosques despedazados por las aves y animales, que los pacos temían encontrarse con él, que no había nadie que pudiera voltearlo de su caballo en una pelea o en un rodeo.

Años después, supimos por una información de prensa aparecida en el Diario El Sur de Concepción, que había sido detenido por incesto al ser denunciado por su esposa, una especie de bruja que a veces veíamos comprando en el mercado, que aseguró que su esposo violó y mantuvo como concubinas a sus cinco hijas, teniendo varios entenaos ( hijos) en ellas.

Nuestra intuición de muchachos, la convicción que On Pará era un mal bicho, cosa que nunca creyeron nuestros padres cuando les contábamos algunas aventuras, se vió plenamente confirmada con este suceso.

Sabíamos cazar con nuestras hondas y con nuestros conocimientos para hacer trampas para pájaros. Nuestra certera puntería, la calidad de nuestras armas de combate y el intenso entrenamiento diario nos hacía prácticamente infalibles...Aún ahora me admiro de como aprendimos tantas cosas, a comer del bosque, de sus animales, de sus aves, de sus productos naturales. Conocíamos todas las vertientes vírgenes, esos chorros de agua pura y helada que venía del centro de la tierra donde apagar la sed. Las lagunillas y los tranques escondidos en la soledad de los montes donde bañarnos. Sabíamos en que tipo de aguas podía haber cueros y sanguijuelas. Donde bebía la huiña y habitaban los coipos. Teníamos minas secretas de greda azul, de greda roja y de greda común, esa plomiza que está desnaturalizada por el contacto con la tierra virgen, de donde sacábamos el material para construir nuestros proyectiles, las bolitas de barro que amasábamos con las palmas de las manos hasta darles el tamaño y la esfericidad que acomodaba a las cuereras de nuestras hondas y que secábamos al calor del sol subrepticiamente en los techos de nuestras casas.

Sabíamos andar por la copa de los árboles y avanzar varias cuadras hasta traspasar el obstáculo que nos desviaba de nuestro destino: sectores bajos, montículos de matorrales muy tupidos de espinos, manchas de zarzamora silvestre, pinares antiguos de duras ramas entrelazadas donde no entraba el filo del hacha o los cuchillos, zonas pantanosas y peligrosas por los mosquitos y las espinas escondidas en el lecho fangoso.

A falta de lianas como las de la selva de Tarzán, otro de nuestros héroes, cortábamos de raíz las ramas de ciertos árboles, desde el suelo hasta una altura de más o menos quince metros, escogiendo los que estaban en la cima de un montículo o al pié de una profunda cañada y solo dejábamos una, la más gruesa y firme a una altura de diez metros. Allí amarrábamos una larga cuerda de cáñamo cuya procedencia era de las bodegas de la Fábrica Crav y en el terminal de la soga que llegaba a la altura de nuestras cabezas, le amarrábamos un palo de eucalipto tipo trapecio del que nos colgábamos y luego con un buen impulso literalmente volábamos alrededor del árbol, teniendo a nuestros pies el precipicio.

O bien, raleábamos las enmarañadas ramas de los pinos insignes, de pinares de treinta o cuarenta metros de altura donde moraban las cuncunas; la madre de culebra , el más grande de los coleópteros que conocíamos y estaba el área de apareamiento donde volaba la mantis religiosa y ahí construíamos un sendero aéreo de dos o tres cuadras en dos o más direcciones, que consistía en espacios sin ramaje que dejábamos a media altura de cada árbol, donde podíamos caminar erectos y avanzar sin grandes dificultades por las gruesas ramas comunicantes que dejábamos para el efecto, una más abajo para pisar y otra más arriba para afirmarnos, a no menos de veinte metros de altura. De más está decir que estas obras de ingeniería en que participábamos siete a diez integrantes de nuestro grupo, La Banda del Zorro nos tomaba varios meses donde cada cual pasaba peripecias y aventuras para sacar los cuchillos cocineros y el hacha con que se cocinaba y partía la leña en nuestras casas y no pocas caídas, rasmillones y sobre todo picadas de cuncuna que enronchaban por dos o tres días nuestras manos, cuello o rostro.

Mis hijos hoy son fanáticos de los juegos y entretenimientos caseros. Televisión, consolas de juego, cámaras, computador, etc. A pesar que tienen bicicleta, skaterboard y scooter casi no salen a la calle. A lo más a saltar y botear en la cama elástica del patio. El resto de su tiempo está dedicado a los juegos de armar interminables construcciones de piezas Lego, que inundan todos los rincones de la casa. De allí salen esos castillos, remedos de maquinarias pesadas, puentes, figuras monstruosas y seres espaciales que cada cierto tiempo van sufriendo transformaciones, sea porque nos hacen tropezar y quedan irreconocibles o porque sus piezas van a integrar la construcción de un nuevo mecano.

Pobres de mis hijos, que en esta cultura australiana nunca van a saber jugar a los juegos de antes que tantas emociones y satisfacciones nos proporcionaron a tantas generaciones. Jamás se les ocurriría construir un trompo casero, que después de mucho esfuerzo de cuchillo, limar y lijar aparecía de un trozo duro de buena madera importada. Yo tuve varios trompos, algunos los hice y los otros eran trofeos de guerra, producto de las apuestas acerca de cuál trompo era mejor.

El juego consistía en hacer sobre la tierra un círculo perfecto con la soguilla, de más o menos un metro y medio de circunsferencia y allí echar a correr los trompos. Diez, doce y hasta quince trompos de todos los portes y tamaños oscilaban zumbando sobre sus afiladas púas de acero fabricadas de gruesos clavos. Estos trompos de combate, como los llamábamos tenían una púa especial. Les habíamos sacado la original y puesto en su lugar un gran clavo de acero del más duro, el cual limábamos prolijamente para aguzar su punta. Teníamos otros trompos para entretenernos, para lanzarlo al aire y recibirlo en la palma de la mano, para hacer avanzar una moneda o una chapita, pero éste el de combate, era solo para este juego del ruedo.

El trompo que salía del círculo, sea porque rozaba con otro o perdía la fuerza de su giro, era rápidamente tomado por su dueño, que enrollaba la soga con movimientos febriles para volverlo lanzar, pero ésta vez tratando de pegarle con la afilada punta de acero a otro trompo, para sacarlo de circulación, partirlo a la mitad o destrozarle un costado para dejarlo inservible.

Este objetivo no siempre era fácil, porque todos recubríamos nuestro trompos con láminas de latas, toperoles y clavos de cabeza ancha justamente para evitar que este ataque feroz nos dejara sin participar. Pero algunas púas lograban penetrar estos obstáculos y en cada juego no eran menos de tres o cuatro los trompos que quedaban inutilizados para siempre..

El juego no terminaba hasta que no quedara en juego solo un trompo. Los demás iban retirándose de a poco. Sea porque nuestros padres nos llamaban a comer si era el mediodía o las onces tipo cinco de la tarde, ya porque aparecía una callampa, una trompa acorazada y gigantesca cuyo mayor peso indudablemente iba a destrozar a los otros más pequeños y era mejor retirarse que quedar eliminado y sin trompo.

Este juego nos apasionaba y había trompos famosos e indestructibles, que por imaginación e ingenio de sus fabricantes siempre resultaban vencedores. Estos trompos tenían su ceremonia de bautizo y tenían nombres muy pomposos como Quijote, Emperador, Invencible, etc. y eran objeto de importantes transacciones. Venían muchachos de otros barrios e incluso localidades adyacentes a comprarlos o más bien a ofrecer un trueque por ellos. Podía ser un cachorro de perro o gato, alguna buena honda de mango de hierro o una cámara de auto importada de goma roja, que era el mejor material, el más resistente de donde salían los mejores elásticos para fabricar las hondas, o bien, lo que era muy apreciado un arco hechizo con sus respectivas flechas, todo construído artísticamente, con buena madera tallada, con las puntas de flechas reforzadas con un encamisamiento metálico.

No era raro otro tipo de trueques como comprometerse a no perseguir, lease conquistar a determinada niña que a uno le gustaba. Ceder una polola o presentar a una hermana, provocando una primera cita.

Los juegos de mi tiempo eran fenomenales.