martes, 30 de enero de 2007

El Ugenio

No se vaya a creer que este vocablo se refiere a un ser mitológico o producto de la más ignota fantasía humana como son los genios del bien o del mal, o los pergenios que de seguro son los genios chicos. Y no me quiero extender más buscando similitudes porque a esta altura lo único que deseo es aclarar que mi intención es referirme a un antiguo camarada de aquellas correrías de la corta pero famosa calle Max Grissar allí en mi pueblo de Penco llamado Eugenio.

Ugenio le decíamos todos, con un dejo de respeto eso sí, porque de la cuadra y media que tenía de largo nuestra calle, con unas doce o trece casas en una sola hilera que corría tras la iglesia refinera, él era el mayor y también el más robusto. Esto significaba que a la hora de las rencillas pegaba más duro. También corría más fuerte cuando de arrancar se trataba, pero en verdad su principal característica era y fue siempre que las mujeres del grupo y aún las de otras cuadras andaban más con él que con ninguno de los otros de la pandilla del zorro, que era la nuestra, probablemente por ser Ugenio un muchachón de 15 años y la mayor parte de nosotros no más allá de diez u once. Tal vez es necesario aclarar, que en esos tiempos la palabra andar significaba lisa y llanamente pololear. Hoy le llaman pinchar o ligar.

En esos tiempos en toda la población de la CRAV, que era un recinto privado donde la empresa además de darle trabajo a la gente les proporcionaba casa, iglesia, clínica de primeros auxilios, pulpería, teléfono y otras regalías, existía también un servicio de seguridad conocido como celadores al mando del paco Leiva, un seco y grandote hombrón de hablar cáustico y directo, digamos sin pelos en la lengua, ex sargento de Carabineros y padre de uno de los integrantes de nuestra pandilla, el Lalo Leiva. Traigo ésto a colación, porque siempre tuvimos muchos problemas con estos pacos azules. No digo enfrentamientos porque en general ello supone que los miembros de dos bandos se enfrentan el uno al otro. En nuestro caso siempre nosotros éramos los que les dábamos la espalda mientras corríamos desalados escabulléndonos por los agujeros y pasadizos secretos que teníamos en los cercos o rejas de madera de nuestras viviendas, fuga que se debía a algúna vidriera, ampolleta de algún farol o rotura del cuero cabelludo de alguno de esos celosos guardianes de seguridad, por efecto de una piedra o bolita de greda de fabricación casera que eran nuestros proyectiles preferidos para nuestras hondas.

Supongo que todos saben lo que es una honda, ese artilugio compuesto de una horquilla de madera, provisto de elásticos que sirve para arrojar piedras. Digo ésto porque
en otras latitudes se la conoce bajo otros nombres: resortera, gomera, tirachinas, hulera, cata, tiragomas, lanzadera, etc.

Bueno, nosotros eramos expertos, no se me ocurre otra palabra, en el arte de confeccionar hondas y sus proyectiles y por supuesto eramos también eximios tiradores, con entrenamiento de tiempo completo.

No conozco la razón exacta de donde provino este culto a la honda, pero siento que nació con nosotros o quizás era anterior a nuestra generación, lo que no me parece extraño porque en esos años Penco era algo más que un villorrio y la mayor parte de la gente, las familias de los refineros y sus parientes que vivían en sectores aledaños y en cabreríos y áreas rurales como fundos, lecherías y aserraderos, practicaban la caza y también la pesca como medio de surtir vituallas para el hogar. Yo mismo, muchas veces llegué a mi casa con diez o doce aves, perdices, lloicas, tordos, tórtolas, zorzales y otros pajarracos que ese día se cruzaron en mi camino, o con un atado de nalcas, medio quintal de multillas o algún conejo.

Y no tan solo los niños usábamos honda, también los mayores, a tal grado que a todos nos enseñaron nuestros padres o hermanos mayores, no solo a fabricar buenas hondas y usarlas, sino a fabricar volantines, trompos, viradoras, chalanas , hilo envidriado, trampas para pajaritos, jaulas, matar y pelar gallinas, descuerar conejos y corderos, sacar camarones usando la mano como bomba en las inundadas vegas (potreros), las virtudes del ñache y la leche al pié de la vaca.
Pero bueno, a lo que iba es que Ugenio era el crédito de nuestra pandilla, era nuestro entrenador de honda. También sabía meter los goles en un partido, campeón por varios años de las carreras de ensacados que hacía el cura para el dieciocho de septiembre, varias veces ganador de la competencia del palo ensebado en los dieciocho de septiembre, pegarle a nuestros enemigos a quienes cuando reñíamos les anticipábamos: "te voy a echar al Ugenio" o ¡cuidadito que soy amigo del Ugenio,! etc.

Aprovecho aquí de mencionar algunos de los nombres estables de los componentes de la pandilla, ya que siempre había cambios porque las casas eran asignadas a otros obreros o empleados de la Crav y por lo tanto venían otros moradores. Los que más duramos allí fuimos el Mundo Buhólzer, el Ugenio Espinoza, el Lalo Leiva, el Peneca Rivera, el Vaca Pardo y yo.

Lo único que no nos gustaba del Ugenio, era que cuando jugábamos a la gallinita ciega o al escondite entre unos veinte muchachones, hermanos, primos y hermanos nuestros, entre dos postes de luz en la calle enfrente a nuestras casas, nos pedía contar hasta cien en vez de hasta diez como lo hacíamos siempre mientras él se escondía con alguna de las cabras. Nos aburríamos llamándole pero nunca lo encontrábamos y a veces ya terminado el juego como a las diez de la noche, hora en que nuestras mamás empezaban a los gritos para que nos entráramos recién venía a aparecer. Bueno, él se lo perdía.

En general Ugenio nunca nos decepcionó.

Un día se fué de la casa. Su padre que era un borrachín impenitente, le dió una paliza que Ugenio no quiso aceptar. Era común ver al padre de Ugenio persiguiéndolo por el patio de su casa o por la vereda de enfrente con un ancho cinturón enrollado en su diestra, con la hebilla brillando en cada giro del brazo asestándole correazos donde cayera.

El hecho es que Ugenio, de la noche a la mañana desapareció.

Nosotros escuchábamos de nuestras madres, en la iglesia, en la pulpería, en la clínica o en el barrio, las diversas copuchas que corrían acerca del destino de nuestro amigo. Que lo habían internado en un seminario. Que se había subido de pavo a un barco mercante. Que lo habían visto pidiendo limosna en las calles de Concepción. Que era campanillero de una casa de putas. No, que era marino y que estaba de huachimán en la temida Escuela de la Isla Quiriquina, donde su padre lo tenía internado...

Pasaron un par de años y ya casi habíamos olvidado a nuestro amigo cuando de pronto un rumor fue acrecentándose en la sociedad refinera y extendiéndose por el pueblo, que era todo el resto de la comuna de Penco. El Ugenio era actor y había filmado una película.

Pero lo formidable fué que no era un rumor. Era cierto.

Lo confirmaba el cartel en la marquesina del único Teatro del pueblo, el Teatro CRAV, por supuesto. En grandes letras de colores el afiche anunciaban una función especial para Penco, en homenaje a que uno de sus artistas Eugenio Espinoza, era oriundo de la zona.

El nombre de esta película chilena era EL GRAN CIRCO CHAMORRO, había causado sensación en los medios de prensa chilenos y estaba focalizada en la historia de un modesto circo de los tantos que recorrían el país, contándose sus miserias, aventuras y alegrías. Su trama era que el dueño del circo había hecho grandes esfuerzos y sacrificios para que su hijo fuese a la universidad y se recibiera de médico. A poco andar el orgulloso padre descubre que su hijo lo engaña y que no está estudiando.

Lo bonito de toda esta historia es que efectivamente el protagonista de este suceso que conmovía a Penco de punta a cabo era nuestro Ugenio. Nosotros sentíamos que un poco de esta fama también nos alcanzaba y no podíamos ocultar nuestra satisfacción cuando tocábamos el tema. No queríamos perdernos la función por ningún motivo y todos los de la pandilla se las arreglaron para asegurarse de estar presentes en este magno acontecimiento.

El día de la esperada función, el pequeño Teatro Crav, con modestas acomodaciones para unas trescientas personas, fué inundado por una muchedumbre que copó todas las entradas de Sábado y Domingo en sucesivas tandas de matiné, vermouth y noche y las filas de la gente que requería boletos era muy superior a su real capacidad.

Yo fuí con la pandilla al cine, a la matiné del Domingo. No tocamos entradas en platea, o eran tan caras que nuestros padres no nos dieron plata, pero fuimos a galiche. Para que se tenga una idea de las instalaciones del cine, diré que la platea estaba arriba, en la parte alta. Ello por razones muy lógicas.

Si la galería hubiese estado atrás, es decir, si los atorrantes, gañanes, mandaderos, obreros, pescadores y pelusas, que eran los clientes habituales de la galería hubiesen estado ubicados en la parte alta como era costumbre en los cines de categoría, los profesionales y empleados de la industria, sus familias y todos aquellos con complejo de encopetados, que eran los que podían pagar platea, habrían estado a merced de las pequeñas venganzas y envidias pueblerinas y habrían facil blanco de los proyectiles que eran habituales en el teatro CRAV, donde era lícito vender castañas y piñones calientitos, churros españoles, avellanas tostadas , choclos cocidos, sanguches de tocino, maltas y pilseners, maní tostado con cáscara y apancoras cocidas.

Aún así, en los cortes de luz o en las escenas donde la pantalla se oscurecía y por lo tanto el anfiteatro quedaba como boca de lobo, era facil escuchar un ¡ ay ! seguido de una risotada colectiva. El ¡ ay ! lo profería alguien de la platea cuando un proyectil se estrellaba en su frente y la risa corría por cuenta de la galería. Por eso, siempre había cuatro celadores de seguridad provistos con poderosas linternas pagados por la administración de la empresa, para que en estos casos usaran sus reflectores para evitar estos desmanes y desde luego había dos parejas de carabineros una en cada puerta de acceso de la galería para aprehender a los facinerosos y sacar de la sala a los palomillas que se dejaban sorprender, los que recibían un aplauso de simpatía del público cuando los verdes se los llevaban a tirones, que contrastaba con la rechifla generalizada que merecía la actuación de la autoridad.

La platea estaba compuesta por una doble corrida de butacas gemelas de madera que dejaban un pasillo al medio. Había ocho corridas de doce asientos. La galería era solo un gran espacio cerca del telón que en la parte trasera donde había un murete que lo separaba de la platea, se podía encontrar tres o cuatro corridas de bancas como las de las iglesias. El resto de la gallada, tenía que sentarse en el suelo porque parados no dejaban ver a los de atrás.

Allí, nuestra banda del zorro, con todos sus once miembros presentes, todos hombres, de la que en aquel entonces yo era su jefe, mirábamos emocionados a nuestro alrededor, diciéndoles a quien quería escucharnos que el Ugenio era integrante de Los Zorros, llamados así en homenaje a la serie La Marca del Zorro, que era nuestro héroe. Por supuesto la zeta era nuestro distintivo y cuando guerréabamos en las peleas entre bandas, nos las pintábamos con carbón de madera en la frente. Ese día, en forma excepcional, en parte porque nos daba verguenza usarla en el teatro y en parte porque sabíamos que recibiríamos la reprimienda de nuestros papás, la teníamos bien tiznada en la palma de la mano derecha y cada vez que saludábamos lo hacíamos con esta mano en alto para que se viera la Zeta.

Allá atrás, en la primera fila de la platea invitados por el Administrador del cine, estaban sentados muy elegantes, de terno negro el padre y traje sastre plomo la madre de Ugenio, ambos bastante entrados en kilos y por ende sentados en el borde de la butaca, pués los brazos de la misma impedía que sus voluminosos traseros penetraran hasta el respaldo. Lo curioso era que ninguno de ellos dejaba de llorar. Lo hacían escandalosamente, con gesto compungido, con hipos, con los párpados hinchados. Las lágrimas no cesaban de correr por sus mejillas y sus pañuelos de bolsillo estaban de estrujarlos.

Nosotros no atinábamos a saber si ese lloriqueo era de remordimiento por las palizas que propinaban a su hijo o de alegría por saber que estaba bien, es decir vivo y famoso. La cuestión era que la pareja era el foco de atención de varios cientos de ojos pertenecientes a cabezas que miraban hacia el mismo lado.

De vez en cuando algunos pasaban frente a ellos y le tendían sus manos felicitándolos. Otros más efusivos palmoteban la espalda del papá de Ugenio y muchos les gritaban palabras de simpatía de distintos sectores, en especial de la galería. Sobre todo la madre de nuestro amigo era la más regaloneada ya que sus enormes brazos no podían contener los paquetitos que cada persona que los saludaba les regalaba. No era ningún misterio saber que contenían. Era lo que los vendedores ambulantes ofrecían a la entrada del edificio. Y la mamá del Ugenio, quizás por agradecimiento o simplemente por glotonería no solo lloraba, sino que masticaba y probaba del contenido de cada paquetito, enjugándose las lágrimas ahora con un movimiento de su antebrazo, pero sin darle tregua a la mandíbula.

De pronto, un ensordecedor ruido nos hizo movernos a todos los presentes al unísono, como si arrancásemos, como hacíamos con los temblores. Pero pronto identificamos que ese estruendo era más armónico y provenía de un tambor mayor tocado por un miembro de la banda de los boy scouts de Penco. Fue un solo de tambor como en los circos, seguido de un vozarrón empalagoso que salía del altoparlante del cine que anunciaba : Y ahora, con ustedes, nuestro invitado de honor Eeeeeugenioooo Espinoooozaaaaa. Aquí está con nosotros este hombre noble, hijo de este pueblo, un chileno como pocos, que ha querido venir a saludarlos en persona. Brindémosle nuestro cariño, digámosle como lo queremos. Démosle un fuerte aplauso a nuestro héroe.

Lo que siguió es innenarrable, no por sorprendente sino por la gran cantidad de cosas que ocurrieron al mismo tiempo. Otros dos scouts abrieron las cortinas rojas que cubrían el telón que servía de pantalla, con lo que ahora se sumaron a la sonajera interminable de aplausos los aullidos de emoción de las chiquillas y sus madres y el zapateo sincopado del público contra el suelo que amenazaba con derrumbar la gran tarima donde estaba montado el escenario.

Pero lo mejor, o lo peor según el gusto de cada cual, fue la tupida cortina de objetos que surcaban el aire. Por un momento creí que era challa y serpentina, hasta que divisé tardíamente un sombrero de varón que cayó justo en mi cara y luego un gorro de visera, que también me golpeó el rostro, no sin antes hacerle el quite a un paraguas que no alcancé a recoger para a mi vez tirarlo como hice con los objetos anteriores. Fue sin duda un bonito espectáculo, muy original, pese a que algunos con un gusto pésimo arrojaban además de las prendas que sacaban al vecino, gruesas cáscaras de sandía, zapatos, cholgas e incluso como ví después en el suelo conchas de loco, todas las cuales por supuesto que damnificaron a varios asistentes, que al final de la función lucían un ojo en tinta, una ceja sangrante o se sobaban contritos alguna parte de su anatomía que había sido blanco de estos proyectiles.

De pronto las luces se apagaron y un reflector alumbró el escenario. Allí algo se movía, algo como un columpio que casi rozaba el piso. A medida que iba subiendo y ganando altura nos dimos cuenta que era un trapecio. Vino entonces otro poderoso haz de luz, no blanca como la anterior sino ahora amarilla y allí, bajo su reflejo, dorado, imponente, como un dios griego estaba el mismísimo Ugenio.

Ugenio.Ugenio.Ugenio aullaba la gente. Yo y seguramente todos los miembros de la banda del Zorro, estábamos pasmados, inmóviles y seguramente con la boca totalmente abierta de asombro.

En medio del escenario y lanzando al aire el trapecio con una mano para darle impulso, Ugenio lucía su pelo cobrizo engominado y peinado a lo Carlos Gardel. Su figura esbelta pero musculosa, enfundada en un traje color oro apegado al cuerpo, no se parecía para nada al compañero de correrías que todos conocíamos.

Nada había del mozalbete desgreñado, tupido en pecas y con un rebelde y sempiterno mechón de pelo castaño sobre la frente. Ya no lucía ese húmedo zurco mucoso que desde su naríz pugnaba siempre por invadir la comisura de su boca y que cuando ya estaba por conseguirlo, él lo absorbía con maestría, volviéndolo a su cubil, como a un animal amaestrado. El que estabamos viendo era otro Eugenio.

De un agil movimiento vimos a Eugenio y al trapecio empinarse en el aire hasta alcanzar una altura temeraria. Allí sentado en su gran columpio, dándose impulso, Ugenio miraba sonriente hacia su público y todos le llamábamos, lo saludábamos, le gritábamos nuestro nombre para que a su vez nos saludase. Ugenio, aquí estamos los zorros le decíamos al unísono, pero él parecía no escucharnos.

De improviso lanzó su cuerpo al vacío y un grito de terror se escuchó en la sala. Falsa alarma, Ugenio estaba boca abajo, agarrado de los tobillos a los lados de su trapecio. Luego, le dió máxima velocidad a su impulso y se paró en el travesaño con sus manos en las caderas, equilibrándose, ignorando la fuerza de gravedad, desafiante como un torero, sin inmutarse ante el peligro de caerse desde esa altura. Era un digno miembro de nuestra pandilla. Un zorro de verdad.

Después de esta corta exhibición y otros quince minutos de bla-bla del presentador invisible y unas palabras de Ugenio que casi nadie escuchó por la algarabía existente, menos nosotros que no nos perdíamos frase, empezó la película. Por supuesto, quizás por los nervios, éste olvidó mencionar a sus amigos del barrio ni se acordó que era integrante fundador de nuestra famosa pandilla, lo que desde luego nos dolió mucho.

Que puedo decir de la función de esa memorable tarde. En verdad muy poco. Que la película era estupenda y me hizo llorar, que el Ugenio solo aparece dos veces, una tocando el tambor en un enfoque que se hace a la banda del circo, unos diez segundos y luego otros diez en el trapecio . Y eso fue todo.

En honor a la verdad, hasta nosotros nos dimos cuenta que el Ugenio nunca tuvo un rol protagónico, ni actuó ni dijo una palabra en la película. Con los años logramos diferenciar lo que son los artistas protagonistas de aquellos que son los extras, los que hacen de relleno en las escenas.

La cinta cuyo director fue el estupendo cineasta José Bohr, que adaptó un argumento del incomparable humorista peruano avencindado en el país Eugenio Retes, quien fue el real protagonista de este film, contó entre las figuras estelares a varios artistas muy en boga en aquellos años, como Malú Gatica, Doris Guerrero, Pepe Guixé, Rafael Frontaura, Gerardo Grez, Juan Leal, Eduardo Gamboa, Iris del Valle, Elsa Villa, Rolando Caicedo y muchos otros, todos quienes permanecerán para siempre en la bitácora de los grandes de nuestro cine chileno, no solo porque sus figuras quedaron registradas en forma indeleble en el celuloide, sino porque permanecerán por siempre en el corazón de todos los amantes del buen cine.

Esa tarde, los integrantes de la pandilla, de la mano o del brazo de sus progenitores como se acostumbraba, íbamos silenciosos y seguramente algo frustrados de regreso a nuestros hogares. Fuimos a ver al Ugenio pensando que sería el héroe, el jovencito de la peli y la verdad es que casi ni lo divisamos. De no ser por las exclamaciones de la gente en las dos ocasiones que apareció y que gritaban: ahí está, ahí está, no nos habríamos percatado.

La cuestión fué que nunca más volvimos a ver al Ugenio, sea porque siguió su vida circense, que obliga a ir de pueblo en pueblo, o porque nunca se reconcilió con su familia. Yo no recuerdo haberle visto después.

Lo que sí recuerdo son los comentarios y las especulaciones que nos hacíamos en reuniones de la banda, con los amigos de la escuela y en conversaciones que escuchábamos de los adultos, donde la tónica era que la fama se le subió a la cabeza al Ugenio. Que ya no se acordaba de su pueblo; porque a pesar de que quedó claro que no era un actor, de todas maneras era el único ser vivo que conocíamos que había participado en un film y su estela de héroe estaba un tanto deshojada, pero igual tenía una aureola de gloria, al menos para su pandilla.

Por ello, nuestra conclusión en el tiempo fue perdonarlo, tanto porque era nuestro amigo como porque ya sabíamos por las revistas que llegaban a nuestras manos, el Ecran, el Vea y otras, que los artistas de cine eran así; que se volvían estrafalarios y que como abundaban en la riqueza gustaban de rodearse solo de gente tan famosa e importante como ellos.

He pensado muchas veces en este Eugenio que formó parte de mi fanatasiosa vida infantil. Me he preguntado que fué de su vida, si continuó en el circo o siguió el destino de todos los muchachos de mi tiempo que no tuvieron mucha educación. Tal vez se casó y tuvo hijos. Ojalá haya sido felíz.

De lo que sí estoy seguro es que no llegó a ser actor de cine.

Ugenio, si estás vivo y todavía andas por ahí ubícame. Ya sabes, yo soy el Pin.












sábado, 27 de enero de 2007

Yo soy Pencón de nacimiento.

Bien veo que la palabra pencón se presta para malas interpretaciones. Y no es raro porque cualquiera podría pensar que viene de penca, que es también como se denomina al miembro viril. Por lo tanto la acepción natural sería pencón. Pero no es así. Digo que soy pencón porque nací y me crié en la ciudad de Penco.

Creo que es importante aclarar la diferencia entre pencones y penquistas, que en el fondo vienen a ser como primos hermanos. Pero para ello debemos remontarnos un poco en la historia de Chile, más bien a los inicios de nuestra historia como país, a esa etapa conocida como la conquista.

Primero hay que decir que Penco proviene de la voz Mapudungún, lengua de los indígenas mapuches que significa Agua de Peumo, que bien examinado viene a ser una especie de bebida refrescante de esos tiempos, algo así como la Coca Cola de nuestros días, solo que era agua con extracto de corteza de Peumo, arbol que debe haber proliferado en la zona y que de seguro era una bebida popular en aquellos días, solo asi se explica que esta palabra llegue a nuestros oídos.

He buscado en el diccionario y he venido a caer en cuenta que el peumo no es sino el boldo, la variedad del peumo que se da en Chile. Por lo tanto, se trata más bien de una bebida medicinal, la famosa aguita de boldo, que se dice tiene propiedades para calmar el estreñimiento y los dolores de panza. Yo he tomado esa infusión y en los cerros de mi pueblo coseché muchas veces matas de boldo que comíamos a puñados, como lo hacíamos con el maqui, con el fruto del copihue, con la mora, con la olorosa multilla, con el coihue y otros frutos rastreros como la nalca que crecía en zonas pantanosas, la callampa común bajo el alero de los pinos insignes, las frutillas silvestres y los changles, sin omitir los frutos de las piñas del pino, que caen al golpearlas contra el suelo.

La cuestión es que don Pedro de Valdivia fundó Concepción del Nuevo Extremo el 5 de Octubre 1550, ciudad que vió interrumpido su crecimiento por un feroz terremoto-maremoto acaecido el 25 de Mayo de 1751. Un verdadero tsunami que sepultó parte de la ciudad bajo el mar, se adentró al interior de la bahía barriendo a su paso gran parte de las construcciones y sembrando el pánico en la población.

Esto determinó que ante el clamor de la gente, las autoridades convocaran a un Cabildo donde se decidió trasladar la ciudad al Valle de la Mocha, entre los ríos Andalién y Bíobío lo que se materializó el 2 de Noviembre de 1764.

Años después Penco fue repoblado y volvió a establecerse allí una Villa que pasó a ser una ciudad conocida ahora como Penco y sus habitantes con el gentilicio de pencones.

Para diferenciarse de ellos, los habitantes de Concepción pasaron a ser penquistas.

Por eso digo, que yo soy pencón de nacimiento.